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El Sahagún de los sesenta: Entre la caricia y el maltrato
Hay recuerdos y sensaciones de la infancia que afloran cuando menos te lo esperas. El sonoro beso de una abuela a su nieto me trajo hace poco a la memoria aquellos besazos de las señoras mayores, perpetrados en modo ráfaga, y capaces de propinar hasta ocho percusiones afectivas en poco menos de dos segundos. De todas formas había besos peores. Aquellos disparados casi a bocajarro, cerca de la oreja, junto a la sien -‘pá habernos matao’- que restallaban y te dejaban aturdido unos segundos, con un pitido en el oído como de teléfono descolgado.
Recuerdo a ancianas a las que no me volví a acercar más después de una primera presentación.
¿Y tú de quién eres?.
Era el previo a un rápido pellizco, sin posibilidad de esquiva.
Los dedos huesudos te pinzaban el carrillo y lo retorcían con saña, apretando los dientes y sacando la quijada ligeramente. La amistosa torturadora sólo aflojaba cuando afloraba el primer lagrimón.
Qué niño más rico…
Había otras formas de maltrato más sofisticadas, como el que aplicaban curas, monjas y maestros. Recuerdo el terror que me producía la monjil amenaza de encerrarme debajo del escenario. Menos miedo daban los castigos físicos: el cotidiano bofetón, el coscorrón con la chasca (aquella especie de castañuela rectangular que marcaba el ritmo en las tablas de multiplicar) o ya más elaborados, como ponerte de rodillas, mirando a la pared, con los brazos en cruz y con dos enciclopedias Álvarez en cada mano.
A veces los niveles de refinamiento en el castigo físico estaban muy perfeccionados. Tenemos una versión monjil que consistía en juntar las cinco yemas de los dedos, ofrecerlas generosamente al cielo, para que la sor de turno descargase su educativa ira armada de una regla de madera que impactaba dolorosamente en nuestros tiernos dedos. Recuerdo la cara de la monja que partió la regla contra el pupitre unas décimas de segundo después de que yo apartase mi manojo de yemas de la fatal trayectoria.
La versión laica era la de la academia, donde un alopécico director consideraba que la naturaleza había errado al disponer hacia abajo el pelo que crece junto a las orejas. Él se propuso ‘corregir’ con tenacidad la dirección capilar, sin éxito, ya que a ninguno de los ‘beneficiados’ por el ‘tratamiento’ nos crecen las patillas hacia arriba.
Hace pocos días mi mujer me preguntó si las vivencias escolares me marcaron. Yo le expliqué que sí, que me marcaron en ocasiones y, en concreto, la mano de sor Emeteria en mi mejilla. Pese a todo no siento el más mínimo rencor hacia mis maestras y maestros; lo hicieron como supieron, como pudieron, sin florituras pedagógicas que desconocían. Somos hijos de un tiempo, de un país; es nuestra mochila vital y parte esencial de nuestra identidad.
(Fuente:Juan Giraldo González. 27.10.2015)
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