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Leyendas españolas

Leyendas españolas. El bandido de Sahagún. Ginés, terror de caminantes y peregrinos.- Pertenecía por rama bastarda a ilustre cuna.- La devoción a la Virgen María era su única virtud.- Condenado a morir en la horca.-El gran milagro. La devoción a Santa María es la más suave de las devociones porque nace de un puro cariño filial que es miel de mieles. Tiene, Nuestra Señora, gran amor por los pecadores que a Ella recurren en sus tribulaciones y, como buena madre, ampara a todos sus hijos cubriéndoles con el manto augusto de su bondad, y pide por ellos para que les sean perdonados los pecados. Al igual que una madre natural, encuentra siempre disculpa para las faltas de los hombres, y cuando estos requieren su protección, gusta de consolarles, escucharles contra las asechanzas del enemigo malo e intercediendo para que la justicia del Padre no sea muy rigurosa. Quiere decirse que teniéndola a Ella por abogada en el Cielo, tenemos ganado un jalón para la salvación de nuestra alma y aún de nuestro cuerpo, pues si nos falta tiempo para cumplir una penitencia redentora puede preservar nuestra vida mirando a nuestra eternidad, como aconteció Ginés, ladrón de Sahagún. Hace muchos años, cuando apenas Castilla había comenzado su gloriosa gesta constituyéndose en reino y cruzada contra la morisma invasora, vivía un mal hombre y perezoso que llevado de los malos consejos halló más fácil proveer su existencia despojando caminantes y peregrinos del Apóstol Santiago que ganarse el pan con el sudor de su frente, como ordena el precepto, o batallar contra los infieles que entonces, como ahora y siempre, fue y será la más noble y discreta de las ocupaciones de los honrados varones de Castilla. Llamábase el cuitado, Ginés y pertenecía por rama bastarda a ilustre cuna, aunque por su bastardía y por ser segundón, estaba desposado con la pobreza. Militó algún tiempo en las mesnadas del Señor de Saldaña, pero harto de pelear sin haber alcanzado medro alguno en su condición de mesnadero, se unió a unos foragidos, haciendo profesión del latrocinio y luego se apartó de la compañía para continuar solo, por su cuenta, aquel mal vivir empezado por otros. Entre tanta carroña como pudría su alma, quedóle sin embargo, y como única virtud, una acendrada devoción a la imagen de Maria que se veneraba en cierta ermita leonesa por las tierras donde ejercitaba su punible industria. Oraba a los pies de la Virgen y llevaba flores para el altar que de continuo estaba florecido de clavelinas azules y amapolas rojas y ababoles morados, y rosas de zarza y de estepa, en su tiempo. Rezaba muy de rodillas y lleno de piedad. La Santísima Señora le agradecía todas las finezas y deseaba que abandonase la tortuosa senda de las fechorías que había emprendido, procurando ponerle en peligro y acaeceres que le sirvieran de castigos ejemplares, pero Ginés, sumido en el fango del pecado no podía ver las piadosas señales con que Nuestra Señora quería iluminarle. Y como quien mal anda mal acaba, un dia hubo de caer en manos de la justicia del Rey, no pudiendo defenderse, pues sus delitos eran palpables, odiados y conocidos de todos: Ginés fue condenado a morir en la horca. Entonces, y en gravísimo peligro de muerte, hizo minucioso examen de conciencia reconociendo la monstruosidad de su conducta que no podría ser digna de perdón, sin el cumplimiento de una pena singular porque el dogal le pareció pequeño rescate de sus enormes iniquidades. Recurrió al inagotable manantial de compasión que posee la Santisima Madre de Jesús y rezó con fervor y angustia porque le librara de aquella deshonra y le concediese un tiempo para regenerarse y expiar sus enormes crímenes. Le oyó la Generosa Señora y prometióle ayuda, de forma que, cuando fué colgado del brazo de la horca, puso sus divinas manos bajo los pies del ladrón, sosteniéndole en vilo, porque el nudo no se cerrase en el cuello del ajusticiado. Tres noches más tarde, como los familiares de Ginés acudieran a descolgar el cadáver para darle cristiana sepultura, tuvieron la sorpresa de que el bandido alentaba y que en los tres días que estuvo pendido en el suplicio no recibió mal alguno. Corrieron las voces del suceso milagroso y el pueblo lo supuso engaño o superchería y, como merced a los torpes procederes de Ginés no quisieron sospechar la intervención divina, sino más bien la del Malo, tomaron a hechicería el negocio y acordaron degollar al reo con una hoz afilada para que así, decapitándole después, no pudiera valerse de sus tretas y brujerías. Armaron otra vez el cadalso y nuevamente subió a él el cuitado, que, sin perder la confianza en su purísima abogada, escaló las gradas del patíbulo murmurando los dieces de las rosas dominicas y entregó su cabeza al verdugo, quien sujetando al ladrón por los cabellos rodeóle el cuello con el acero del segur más cortante, y cuando dio impulso para realizar su tarea presto y en un solo golpe, notó cual una cuña durísima que se interpusiera entre la piel del condenado y el filo del arma, y cuatro dedos de madera policromada cayeron al suelo tintos en sangre. Eran los de la imagen de la ermita donde el forajido había manifestado el único rayito de sol que calentara su alma réproba. Resplandeciente el milagro, la justicia perdonó al delincuente tan celestialmente defendido por la Santísima Madre de Dios, a la que Ginés había suplicado con muchas lágrimas y continuos ruegos repitiendo continuamente la salutación Angélica, en las jornadas de sus adversidades. Libre ya de cárceles y prisiones, tomó el bordón del peregrino y, descalzo, se dirigió a Roma con deseo de conseguir la absolución de sus muchas y grandes culpas. Sus pies llagados dejaron rosas de sangre por los caminos de la cristiandad; su cuerpo descansó entre las fieras del bosque con quienes compartía el pan de las limosnas y todo el mundo sintió caridad por el hombre arrepentido que regresó de la Ciudad Eterna confortado con la bendición del Santo Padre, dedicándose en adelante, con el mayor afán, al servicio de los romeros que hacían la via de Santiago. La venerada imagen de la Virgencita ermitaña mostró, durante años y siglos, su mano mutilada para enseñanza de pecadores, animándoles a perseverar en la fe mariana y a confiar siempre en la grandeza de su misericordia infinita, y depositar en Ella, la entera esperanza, aun en los momentos de mayor desconsuelo. Durante la invasión francesa, la fábrica del templo fué refugio de guerrilleros por algunos meses, pero descubierto por las tropas napoleónicas acabó arrasado por el fuego de una represión cruenta”.

 
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