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Las decadencias de Sahagún han sido múltiples y feroces. No quiero hablar de una abadía que fue pasmo y es poco mas que un muladar. Algún día se hará el triste inventario: piedra noble convertida en bordillos de acera, capillas románicas hechas establos, dependencias monacales degradadas en viviendas de señoritos, molinos arruinados, rica biblioteca almonedada, ruinas, dolorosas ruinas inútiles, sin honor. Pero quiero mentar otros dolores.
Cuando Sahagún era un mundo de sardina arenque, sopas de sebo y casco de cebolla. Cuando el anca de rana y el conejo criado con yerbajos del camino eran casi las únicas proteínas, en el imperio del tocino rancio y el cuartillo de vino. Cuando la niñez era alpargata rota, pantalón con remiendos y tirante cruzado. Eso sí: mucho campo mucha lagartija, perucos por santiago y uvas en otoño.
Antes no sé, pero conjeturo que el estrago fue mayor, la miseria mas grande y la conciencia mas amodorrada. De nada sirvieron claros de crispación y arrebato con desenlace sangriento. Sahagún no es Sahagún de Campos, es Sahagún de la Ruina, Sahagún de la Rabia, Sahagún de la Amargura. Lo demás es silencio. Y, contradictoriamente, no conozco pueblo, es decir, gente, con más ganas de existencia, no conozco humanidad con genética más revuelta y vital. Ríos de sangre europea y semítica recorren los cauces interiores de esta gente, alborotando la cabeza y produciendo un habla lista que se malogra en el mote sangrante, el humor cáustico y las ideas en reyerta.
Pero quiero también olvidarme de estas rabias y dejar paso a una banda de música que viene por las Entretorres, cruza la plazuela de San Benito y sube trabajosamente una calle cuyo nombre de pila no se sabe, a la que después han apodado de Sanjurjo y antes - dicen- de Pablo Iglesias. La banda ha salido del Ayuntamiento con disparo de cohetes y bombas reales. Ha subido por la cuesta de Sofío, ha pasado por la plazuela de San Martín, ha bajado por la de Santiago, calle de las Monjas (de las abiertas a las encerradas, que en Sahagún ha habido y hay dos familias de monjas y las dos en la misma calle) y desde San Benito sube a morir, como nació, entre cohetes y bombas reales, en la Plaza, ante el Ayuntamiento.
La mañana, bien cuajada, como de las ocho solares, es hermosa. En la Plaza, bajo banderitas de papel, saltan los churros aceitosos y triunfa el primer aguardiente en ayunas. Por la esquina de arriba (ya huelen los amarguillos del obrador) asoma el fulgor de latón de los instrumentos y el charol de las gorras de plato. Son quince, veinte músicos con cara de labranza que consiguen la wagneriana BAJO LA DOBLE ÁGUILA, cien veces repetida marcha. Por la esquina de arriba entra la Banda en la plaza. Lo recuerdo con intensidad proustiana. Hasta la alcoba (cortina, saloncito con mesa en el centro y cómoda pegada a la pared, balcón de hierro forjado) con el gran chorro de luz que atraviesa los cuarterones medio abiertos irrumpe el guirigay de la banda con todas las alegrías del mundo. Un Dionisos infantil me baila en la cabeza. Y mi padre, el de las canciones de la guerra de Melilla, me espabila tarareando lo que se oye en la calle.
12 de Junio, diana de San Juan de Sahagún. Casi todo ha muerto. Aquella banda también. Casi todas aquellas manos que cambiaban el azadón por el clarinete o el bombardino, o están deshechas entre los cipreses de la Pasarela o proletarizadas en los talleres de Bilbao. Y aquel latón sonoro que fue la gloria de pasacalles y alcahuete de romerías ha sido visto con horror, oxidado, ultrajado, en manos de gamberros.
Porque en el Sahagún del casco de cebolla y el pantalón remendado la banda acudía, camarada fiel, a las citas de la alegría. Precedía a las autoridades de traje limpio y nombre de martirologio (Asterio, Felícitos...) cuando se iban a los toros o a la novena del Santo bajo mazas. Bajaba con la gente al Plantío, por Pastorbono, a comer avellanas, o a la ermita de la Virgen del Puente, por San Marcos, a comer queso de "pata de mulo". Acompañaba el vaso de vino tinto o el vermouth con aceitunas de después de misa los domingos de verano. Compartía sucia de polvo y sudor, el jolgorio de la tantáriga, ese híbrido de jota y habanera que pone locos a la gente del Cea. Se ponía seria cuando iba con los labradores detrás de San Isidro y con todo el pueblo detrás de los huesos de San Juan. Triste, lo que se dice triste, sólo en la Procesión de la Soledad, por Semana Santa, entre cirios, capiruchos y cruces negras.
Malo, muy malo es que un pueblo que la tuvo propia tenga que alquilar una banda foránea para La Banda de música de 2006 despertarse el DIA de San Juan. Habría que rescatar de donde sea, aunque fuera de la muerte, a aquellos hombres, labradores, comerciantes, menestrales, que en cuadrilla azul marino se echaban a la calle con sus partituras y sus metales abollados a proclamar la alegría. Habría que convocar a Valentín el hojalatero, a Máximo, a Chóriga, a Primitivo, a Amador el zapatero, a Anselmo el pescador, a Bonis Morala, a Esteban, a Epifanio a Froilán el de Correos, a Eulogio el Colorado..., y pedirles que vuelvan a ser lo que fueron. Para que la calle de la Morería, la del Arco, la callejina, las escalerillas, las rondas, el Arnal, la Neverica, el Puente canto, la torre del reloj, el caño, los huertos, la alameda, la presa..., para que hasta el último ladrillo de Sahagún, desvelado por los cohetes y la fanfarria inocente, resucite de entre los muertos.
Autor: JOAQUÍN GONZÁLEZ CUENCA.(La Hora Leonesa el 14.06.1979)
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