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Voy a intentar explicar la vida cotidiana de la posguerra desde el punto de vista de mi madre. La acción transcurre en un pueblo de Tierra de Campos llamado Sahagún, perteneciente a la provincia de León, casi fronterizo de las provincias de Valladolid y Palencia.

Mis abuelos maternos se llamaban Fermín (1998-1968) y Emiliana (1902-1982), mi madre nació en 1934 y era la segunda más joven de los siete hermanos que sobrevivieron (dos hombres y cinco mujeres). Mi abuela tuvo dos abortos y una niña que se llamaba como mi madre que murió a los ocho meses, la mortandad infantil era muy elevada en aquella época.

Mi abuelo era ganadero de ovejas y, antes de que naciera mi madre, existía cierta pujanza económica en la casa familiar. Se vendía la lana de las ovejas, parte de los corderos que nacían y se fabricaba un queso que tenía prestigio en el pueblo y alrededores.

En 1930 y por un problema del arrendamiento de unos pastos mi abuelo, sin pensarlo mucho, vendió el rebaño de ovejas y compró un rebaño de vacas. De las vacas se obtenía la leche y la venta de los terneros, pero el negocio era menos beneficioso que el de las ovejas. Para complementar los ingresos arrendó unas tierras para sembrar forraje para las vacas, trigo, legumbres, etc.

Así que cuando vino mi madre al mundo la holganza económica de la familia no era tanta como antes. Cuando llegó la guerra fraticida mi madre tenía entre dos y cinco años, así que no recuerda prácticamente nada. Era zona nacional y lo único que le contó mi abuela era que veían pasar aviones y se escondían en las casas, pero pasaban de largo y no hubo combates ni aéreos ni terrestres en la zona.

Pasó una infancia y juventud en plena posguerra, como decía su hermano mayor, Fermín, “el hambre pasa por delante de la puerta, pero no entra en casa”. Empezó a ir a la escuela en párvulos en un colegio de monjas, luego pasó a las escuelas nacionales. Allí una sola profesora daba clase a una veintena de niñas, el material escolar era una enciclopedia, una pizarra con sus tizas y un cuaderno con una plumilla que se mojaba en el tintero adosado al pupitre. Los consiguientes manchones en el cuaderno propiciaban golpes de regla en las uñas o pasar un rato de rodillas. Algunas tenían también un estuche de lápices de colores.

Las niñas de más recursos tenían un cabás para llevar las cosas que consistía en una caja de cartón forrado con un asa y con un cierre para sujetar la parte superior que hacía de tapa, mi madre y otras compañeras usaban una bolsa de tela que les hacían sus madres. Otra anécdota es que cuando salían al patio algunas se iban a los huertos próximos a ver si había alguna cosa comestible, cuando eso ocurría se les iba el santo al cielo y llegaban tarde a clase, eso causaba el mismo castigo que los manchones de tinta.

Mi madre tuvo que dejar la escuela a los doce años, ya que tenía que ayudar a su madre en las faenas domésticas y a sus dos hermanos en el trabajo del campo (quitar forraje en primavera, traer comida para las vacas cargando el peso sobre la espalda, etc.) En 1950 mi abuelo compró unos majuelos (viñedos) y mi madre iba a recoger los palos de las viñas cuando se podaban y a limpiar el forraje que crecía entre ellas.

En el artículo próximo os seguiré hablando de este tema que para mí resulta apasionante, hablaré de las diversiones y más temas económicos.

Autor: Gerardo Guaza González  (La Voz de Castelldefels 02.2008)

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