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La Universidad de Sahagún

Desde 1347, venía ya gozando la abadía de Sahagún el privilegio de tener Estudios Generales o Universidad, por gracia de Clemente VI. Al efecto, habilitó el abad don Diego II gran parte del claustro bajo, acondicionando allí sus aulas, en las que pronto sentaron cátedra de teología, artes y derecho canónico hombres conspicuos, cuyo saber se hacía pan documentado en favor de cien monjes y seglares, alumnos entonces de Sant Fagunt. Precisamente, en Santa Fagunt y en este mismo año se discutieron los cánones del Ordenamiento de Alcalá de Henares, que habrían de entrar en vigencia al año siguiente, cuando las Cortes de Alcalá; y, a 14 de noviembre de 1348, sabemos cómo el abad don Diego asignaba los diezmos prediales y personales de las iglesias de Santa Cruz, San Pedro, Santiago, San Tirso, San Martín y Santa María Magdalena –todas ellas en la Villa, dependientes de abadengo y de acuerdo con sus rectores- al sostenimiento de un maestro de cánones y a la adquisición de libros, haciéndose lo mismo, nueve años más tarde, con los diezmos de las iglesias de la Trinidad y Santa María la Nueva.

Universidad de Sant Fagunt, que acogiéndose a la protección de la corona y a sus privilegios llegó a intercambiar cátedra y honores con la de Salamanca, fundada por Alfonso VIII en 1209, y hasta proveyó de catedráticos a la de Alcalá de Henares, fundación del Cardenal Cisneros. Centro de altos estudios de Sant Fagunt, al que el papa Benedicto XIII –en 30 de agosto de 1403- otorgó el privilegio de que sus títulos en teología, derecho canónico y artes liberales, tuvieran tanta validez como los conseguidos en cualquier otro estudio general; al que el mismo papa siguió protegiendo infatigablemente, hasta dedicarle otras tres bulas, en el plazo de siete años, siendo la primera aquella –fechada en Génova a 21 de agosto de 1405- por lo que, no obstante los estatutos del monasterio, que prohibían admitir estudiantes eclesiásticos extraños a civiles a las lecciones que se dictaban a los monjes de la casa, otorgaba a aquellos poder hacerlo con los oficiales y familiares de la misma. La segunda bula está fechada a 11 de febrero de 1406 en Savona, declarando en ella que Fr. Juan de Boadilla de Rioseco, franciscano, después de haber explicado durante un curso el Libro de las Sentencias en el Estudio General de Sant Fagunt, con todo honor había recibido el grado de maestro en sagrada teología, de manos de Sancho Porta, maestro del sacro palacio; y la tercera – fechada a 24 de agosto de 1411- concede a los monjes de Sahagún, ocupados en enseñar o estudiar, la exención de rezar las horas extrarregulares, que se acostumbraban a rezar en la abadía.

Por la Universidad de Sahagún veremos luchar tesoneramente un hijo de la Villa, quien llegó a ser General de la Congregación de San Benito de Valladolid por dos veces, en el siglo XVI, y que se dijo FR. Diego de Sahagún, al tiempo que Clemente VII la extendía otras dos bulas. Por la primera –fechada a 6 de marzo de 1534- concedía el papa a la abadía que los estudiantes, especialmente los curas de almas que cursaban teología, artes y derecho canónico en la Universidad de Sahagún pudieran percibir los frutos y provechos de sus respectivas parroquias, como si las estuviesen regentando, al tiempo que incide en que los grados obtenidos allí deben gozar de igual validez y prestigio que los alcanzados en Salamanca o en Alcalá de Henares. Y por la segunda – datada en igual fecha y desde Roma- después de describirnos los estudios que se realizaban en Sahagún, como eran los de gramática, retórica, artes liberales, sagrada teología y derecho canónico, más una cátedra de música; después de indicarnos cómo en esta facultad eran a la sazón 30 los sacerdotes seculares que de allí salían peritos en el arte, con lo que el culto divino y el bien de las almas cobraban gran realce, incide en que, debiendo durar los estudios siete años, para obtener los grados de bachiller, licenciatura, magisterio y doctorado, los interesados debían asimismo percibir los frutos de sus parroquias, aunque las regentasen terceras personas, y que siempre el abad debía hacer valer su autoridad y los privilegios de la sede de Pedro para que los títulos alcanzados en Sahagún gozasen de igual valor que los conseguidos en Salamanca o en Alcalá de Henares, defendiendo tal causa por sí mismo o por uno o dos delegados suyos.

Universidad de Sahagún –apenas encomiada por Escalona- de la que se hacen elogios tanto Yepes como Germán García Muñoz, y de la que así finalizamos con palabras de Pérez Úrbel:

“El Monasterio de Sahagún, que había ganado, desde el siglo XIV, títulos y favores de Universidad, continuó con este carácter hasta que se fundó el Colegio de Artes de Hirache en 1615, pasando entonces sus júbilos y sus glorias a los reductos de Navarra”.

(Juan Manuel Cuenca Coloma. Sahagún Monasterio y Villa. 107 a 109)

LA VIRGEN PEREGRINA

Virgen de la peregrina
Que atrás no quede el camino
Cruzando por tu ciudad
La ciudad de Sahagún
En la Ruta del camino
De ese rudo caminar
Caminar del peregrino
Que llegando de tan lejos
Te visita en tu Aposento
De cobijo de destino
De ese duro caminar
De su Afán por ser amigo
De la Virgen que cobija
La ruta del peregrino
Pidiendo las bendiciones
Del buen hacer del camino
Que año tras año cumple
Auxiliando al peregrino
Gracias por siempre Amiga
Sé la luz de mi destino
Guía y ampara mi Ruta
La Ruta del Peregrino

 

Las bendiciones de Dios
A la Virgen del camino
A esa Virgen de Sahagún
La Virgen del peregrino
Ella cubre con su manto
Con mucho Afán y Atino
Al caminante constante
Que al andar hace camino
Compensando con su esfuerzo
La Ruta del peregrino
Ella lo cuida y protege
Lo cobija del camino
Le da el aliento que puede
Para seguir su destino
Y llegar hasta el Apóstol
Al final de ese camino
No abandones Virgen mía
No me dejes sin abrigo
Cúbreme bajo tu Manto
Y así sentirme tu Amigo
Para seguir caminando

Isidro Luis Gómez

 

 

 

 

 

 

SAHAGÚN MUDÉJAR

Según  asomé  por las cárcavas del Camino de Santiago desde donde se divisa Sahagún sentí  haber llegado al lugar donde tenía pendiente una misión. Había oído hablar, y no  poco, de las iglesias  MUDÉJARES que allí habían edificado los ALARIFES hace ya muchos siglos, y que aún seguían en pie con esa mezcla de elegancia y pobreza que ellos nos dejaron, mezclando lo cristiano y lo musulmán en cada paramento que levantaban ya fueran de ladrillo, adobe o tapial.

Después de descansar, al día siguiente, la chica de la Oficina de Turismo, sería quien me daría las  ideas necesarias para dar las primeras pinceladas. Allí mismo en el lugar que ocupa  hoy en día, el auditorio Carmelo Gómez (Antigua iglesia de la Trinidad) empecé a trazar las  primeras líneas de ese arte tan austero, con la  armonía en los volúmenes, en los  juegos ornamentales…, todo ello es  un fiel reflejo de esos hombres que se instalan en territorio cristiano para sacar de la tierra el material con el que luego construirán las iglesias mudéjares de Sahagún.

Ya frente a los ábsides de San Lorenzo empiezo a trazar los arcos de herradura ciegos y doblados, arcos de herradura inscritos en recuadros, bandas de ladrillo dispuestas verticalmente a sardinel, frisos de esquinillas, ladrillos con recortes en nacela para dar paso a los tejados, las líneas eran perfectas y de esa manera las estaba yo trazando milimétricamente en el lienzo.

Cansada por le bochorno que se dejaba caer ese veintiuno de agosto. ¡Estaba plena por el trabajo que tanto había soñado!

Seguía trazando líneas, ahora mis manos dibujaban  la torre que se eleva por encima de todos los edificios, de porte macizo y a la vez de aspecto tan liviano según va tomando altura. ¡Esos cuatro cuerpos que la hacen tan majestuosa se me antojaban altísimos!

El cuadro no acabo de rematarlo, en el lienzo septentrional me espera una portada ciega, compuesta por una superposición de arcos apuntados rematada por ladrillos en esquinilla y un alfiz que enmarca todo el conjunto.

Repaso el trabajo, seguro que algo se me escapa, he seguido con atención cada vano, cada  arco, cada recuadro, y hasta los mechinales, descansando alguna paloma,  quedan dibujados en  el cuadro que  doy hoy por finalizado, para seguir mañana en la Iglesia de San Tirso, La capilla de San Benito, y el Santuario de La Peregrina.

El descanso fue largo e inquieto. Con las primeras luces del día encaminé mis pasos hacia los ábsides de San Tirso. El segundo cuadro empezó a tomar forma con ese juego de volúmenes, esa armonía de la piedra y el ladrillo también conjugados. Tenía la sensación de estar dibujando una pequeña figurilla ante una inmensa maqueta. Sigo trazando líneas para dibujar arcos de  medio punto inscritos en recuadros y arcos de medio punto doblados que se repiten en los tres ábsides. Aquí quiero dar color a cada uno  de los ladrillos dibujados, es difícil,  cada ladrillo toma un color diferente más claro, más oscuro, casi, casi negro, no sé el motivo de esa diferencia de colores, enseguida alguien se acerca a ver mi trabajo y conoce la historia.

Me cuenta: dicen que los ladrillos se cocían en hornos, a pie de obra, en forma circular, dependiendo donde  estuviera la pieza,  le daba más o menos calor.  Con la respuesta en mi cabeza,  sigo coloreando.

Aún me esperaba la torre, con su particular  ubicación, sobre el tramo recto del ábside central, para desde allí verla majestuosa. Su forma troncopiramidal quiere hacer un homenaje al cimborrio del monasterio, así está escrito en la historia.

Cuatro son sus cuerpos, y así los dibujo yo, más bajos y horadados según su altura, el primer cuerpo macizo, el segundo, vanos geminados que reposan en columnas de piedra, y los últimos sencillos arcos de medio punto. Observo como la sensación visual es la de aligerar el peso de la torre con ese cuerpo de tronco de pirámide. Una vez más recapacito de la maestría de esos alarifes de los siglos XII y XIII, agradeciéndoles las obras  que nos han dejado en  la arquitectura románica MUDÉJAR.

Y sigo, quiero empezar a dibujar el paramento exterior meridional de la Capilla de San Benito (para  algunos de San Mancio) realizado en estilo mudéjar, cuentan que  es uno de los primeros ejemplos peninsulares de este arte. No me detengo más, me espera altiva en el alto de San Bartolomé, el Santuario de la Virgen Peregrina.

Allí estoy, y voy cayendo en la cuenta que el MÚDEJAR es el arte de síntesis, de estilos de vidas  diferentes, que  contribuyó al fértil mestizaje que surgió de la unión de la civilizaciones musulmanas  y del mundo cristiano occidental. Así lo percibo  en cada línea que  trazo de la cabecera poligonal compuesta de siete paños con multitud de decoraciones, arcos ciegos, friso de esquinillas, moldura de ladrillos en nacela, ventanas ajimezadas, separadas por pilares ochavados, todo me hace reflexionar por la endeblez de su fábrica y a la vez por la robustez que nos han trasmitido  siglo tras siglo.

Los últimos trazos del tercer cuadro ya van tocando a su fin, me espera la fachada septentrional que corresponde al primer tramo, de los cinco que tiene la nave, ¡Qué juego de ladrillos advierten mis ojos! Arcos ciegos tumidos, y arcos de herradura polilobulados, de influencia toledana, así me lo relata la guía.

El remate de las últimas pinceladas es a lo grande con las yeserías, multitud de polígonos, racimos de mocárabes, ruedas de lazo de ocho  y dieciséis puntas, estrellas de cuatro y ocho puntas, composiciones de sebka, decoración de ataurique, resto de un friso  epigráfico, escudos heráldicos que portan una banda engolada en cabeza de dragón o leones y bordura decorativa.  Todo ello policromado  recorre  la sala dando  la sensación de estar en  una mezquita.

Se  acaba el día, tengo que seguir mi Camino, no  sin antes anotar que me queda por pintar en el próximo cuadro la ermita de la Virgen del Puente en Sahagún, el Monasterio de San Pedro de las Dueñas y la iglesia de Sto. Tomás en Arenillas de Valderaduey.

Volveré…

Rita María Huerta (2015)

 
 

PREGÓN FIESTAS 2016

Pregón de las Fiestas de San Juan (2016)

Joaquín González Cuenca

 

 

Sahagunesas y sahaguneses:

 

        Vaya por delante mi agradecimiento al señor Alcalde y a la Corporación Municipal por invitarme a pregonar estas fiestas de San Juan de Sahagún. Ellos sabrán por qué lo han hecho. Me he puesto a buscar el motivo que justifique este honor y no encuentro otro que el de mi condición de sahagunés.

        Me ha extrañado ver que en el programa de fiestas se me presenta como “facundino”. Y me pregunto: ¿Yo qué soy? ¿Facundino, sahagunino, sahagunense, sahagunés o sahagunero? San Juan, nuestro San Juan, ¿qué era?

        Perdonadme la pedantería de hacer uso de mi dedicación profesional a la Filología para intentar deshacer la confusión reinante en ese juego de adjetivos gentilicios. Tomadlo como un desahogo. Pido disculpas anticipadas y os doy mi palabra de que va a ser cosa de poco.

        Facundino viene de “Facundo”, porque “San Facundo” es el nombre primitivo de nuestro monasterio y nuestra villa. El término lo puso en marcha mi querido amigo Millán Bravo, que, como buen latinista, estaba empeñado en que todos habláramos casi en latín, y eso es lo que hacemos cuando nos consideramos facundinos. El término es muy hermoso, pero suena extraño en boca de los que sirven copas o manejan el tractor, es decir, la gente normal.

        Sahagunense también es término latinizante, pero menos. Es como si a uno de León le llamáramos legionense. No deja de ser un pelín culto, y decir “Yo soy sahagunense” resulta algo como redicho.

        Sahagunino es término que usan los historiadores del arte y hay que reservárselo para su uso exclusivo.

        Nos quedan dos, sahagunés/a  y sahagunero/a.  Sahagunés/a  es el que, en mi opinión, debería considerarse el más neutro y acomodado a la lengua normal. Es la solución adoptada para los habitantes de las localidades o países que acaban en -án, -én, -ín, -ón, -ún, acentuado: Pekín-pekinés, San Juan-sanjuanés, Gijón-gijonés, León-leonés… Y, en concreto, para la solución Sahagún-sahagunés tenemos el modelo de Cancún-cancunés, Camerún-camerunés, etc.

        Lo de sahagunero tiene más gracia. Es como sahagunés, pero poniendo el acento en lo castizo, en lo típico; está dicho como con retintín. Decir “Yo soy muy sahagunero” quiere decir que en mis hábitos de hablar o de actuar se me nota mucho que soy de Sahagún. Por ejemplo, decir “chiguito” o (con perdón) “cagau” (“Vete al cagau”, “Cagau pa ti”) nos delata.

        En conclusión, el gentilicio más neutro o normal para un nativo o habitante de Sahagún es sahagunés: “el alcalde sahagunés”, “el cocido sahagunés”…, por la misma razón que decimos “el alcalde leonés” o “el cocido leonés”. Y San Juan, nuestro San Juan, era sahagunés y seguro que también un poco sahagunero.

       Otra cuestión previa. De unos años acá se ha impuesto la manía de decir y escribir “Sahagún de Campos” cuando lo correcto es “Sahagún” a secas. Nadie duda de que Sahagún está en Tierra de Campos. Somos de Tierra de Campos y a mucha honra. Más aún, uno de nosotros tiene que ver más con uno de Mayorga, Medina de Rioseco, Villalón o Paredes que con uno de Ponferrada o Villablino, por más que nos pongan a todos la etiqueta de “leoneses”. Hay zonas de León con las que no nos une más que la Diputación Provincial, algo puramente administrativo. Nadie dice “Ponferrada del Bierzo” o “La Bañeza del Páramo”, por más que sus habitantes sean bercianos o parameses, y sin embargo se ha puesto de moda la barbaridad de llamar a Sahagún “Sahagún de Campos”. A ver si ahora resulta que a nuestro San Juan de Sahagún hay que llamarle “San Juan de Sahagún de Campos”. Tome nota el Ayuntamiento para que en los medios, en la renfe, en la Caja de Ahorros y no digamos en los escritos de la Diputación usen debidamente el nombre de nuestra villa, que no es otro que el de Sahagún a secas.

        Y ya no quiero aburriros más con filologías. Vamos al tajo.

        Decía yo antes que el Sr. Alcalde, en nombre de la Corporación Municipal, ha tenido a bien nombrarme pregonero de estas fiestas. ¿Quién me iba a decir que aquel chiguito (es decir, yo mismo) que nació al lado del Ayuntamiento, entre la fábrica de gaseosas del señor Benito y la confitería de Vicente Docio, iba a acabar discurseando como lo estoy haciendo ahora? Sí, nací una mañana de verano en la casa que ocupaba el solar sobre el que mi hermana Pili levantó esa casa un tanto extraña y fantasmal que ha quedado ahí, entre la nada y la nada, asomada a la plaza como si estuviera controlando todo lo que pasa en ella.

        Yo era un niño de la plaza y, como tal, mis amigos eran Luis Santos el de la confitería, Chele el de la farmacia, Miguel Ángel el de la Ina, y personajes semejantes, pero mi campo de operaciones se prolongaba hacia San Benito y hacia la calle de la Morería. En San Benito, en la plaza de Lesmes Franco, donde estaba la panadería de mi tía Carmen, que había sido antes de mis abuelos y de mis bisabuelos maternos, me juntaba con Santi y Anuncita Carnicero, Agustín Casado, Gerardo Sarabia, las hijas de Máximo Truchero… Y en la calle Morería, donde vivía mi hermana Teresa, me esperaban Manolo Morala, el irrepetible Manolete, y sus hermanas, los hermanos Cueto, Blas, Lucito…, todos aglutinados, como punto de referencia, en la zapatería de Joaquín el Realista, que nos encandilaba con sus bromas y sus historias.

        Por entonces (hablo de finales de los años 40 y principio de los 50) se apreciaba con nitidez la distribución social de los sahaguneses según su ocupación. En la parte superior de la escala social encontramos un grupo de familias, vamos a llamarlas de “señoritos”, integradas por los que se habían enriquecido con los despojos de la desamortización del monasterio, a los que se sumaban los profesionales de más alta cualificación (médicos, farmacéuticos, veterinarios, abogados, juez y notario incluidos). Estos “señoritos”, cuya figura y costumbres no tiene que ver con las del proverbial “señorito del sur”, un toque de elitismo sí tenían. Por ejemplo, eran gente muy de Iglesia y socios del casino, y sus hijos estudiaban o, por lo menos, lo intentaban con mejor o peor fortuna. Con ellos alternaban los comerciantes de cierto nivel (almacenes de coloniales, tejidos y confecciones, paquetería, joyería, ferretería…), los hosteleros con bares de alta gama, es decir, los de la Plaza, (¡ay, Sergito!), y los bancarios con graduación (los directores del Central y el Santander, a los que pronto se sumó el de la Caja).

        Y ya que he mentado a la gente del comercio y la hostelería, hay que decir que otra cosa muy distinta era el pequeño tendero de ultramarinos (cien gramos de pimentón, medio kilo de arroz y un litro de aceite) o los taberneros de porrón de vino, con o sin gaseosa, y escabeche de chicharro o sardina arenque. Recuerdo la taberna de Foro y otra de la calle de las Monjas, con una faja colorada colgada en la puerta de entrada para indicar que allí se vendía vino, a donde me mandaban a mí a comprar un cuartillo de vino.

        En otro segmento de población habría que incluir a los profesionales con oficio y gremio: panaderos, carniceros, zapateros, albañiles, molineros, matarifes, peluqueros, herreros, carpinteros, pintores, guarnicioneros, hojalateros, cuberos, herradores y un largo etcétera. Oficiales y peones de muy distinto pelaje formaban un tupido entramado que configuraba una buena parte de la sociedad del Sahagún de aquellos años. A todos o casi todos les puedo poner nombre, cara, familia, y hasta mote. Muchos de aquellos oficios han desaparecido.

        El resto del material humano, variopinto y de difícil clasificación, lo componían ferroviarios, oficinistas, maestros, guardias civiles, funcionarios de correos, consumeros, curas y monjas (las “encerradas” y las “abiertas”), criados y criadas… ¿qué sé yo? Algunos eran de economía muy reducida, como aquellos pescadores que conocían el Cea como la palma de la mano y ofrecían barbos, cangrejos y ancas de rana, exquisitas proteínas para los que no tenían acceso al filete o a la raja de merluza. Y en el escalón más bajo, los auténticos “pobres”, familias marginadas que nunca supe cómo podían subsistir.

        ¿Y qué decir del campo? El campo proporcionaba mucha labor y de él vivía mucha gente, organizada en dos grupos bien diferenciados: los labradores de secano y los hortelanos. Eran los años anteriores a la cosechadora y al tractor de unos y a la mula mecánica y al invernadero de otros. Ahí estaban las mulas, para todo lo que hiciera falta.

        Visto desde aquí, el trabajo del labrador era durísimo. ¡Qué veranos y qué veraneros! Segar con una maquinaria elemental, acarrear, trillar, limpiar (con una máquina tan elemental como la segadora) y encerrar el grano en la panera a fuerza de brazos y la paja en el pajar entre un calor y un polvo asfixiantes. Aquella gente era incombustible. Abundaba el labrador medio, que con 40 hectáreas en propiedad o en renta, un majuelo, unas gallinas, unos conejos y uno o dos gochos tenía para pasar el año.

        La vendimia, antes de que se arrancaran las cepas hasta su total extinción, era otra cosa. La vendimia tenía un aire de fiesta, casi de romería. Las cuadrillas de vendimiadores y vendimiadoras trabajaban, sí, pero la presencia de la mujer propiciaba la picardía y el jolgorio. Era un destajo aliviado por la frase picante y el ritual de la “lagareta”, en la que una cepa de uva tinta proporcionaba material para pintar por sorpresa la cara de un compañero del sexo contrario, sobre todo si era femenino.

        El hortelano también tenía lo suyo. Se le veía bajar al huerto por la mañana temprano, a lomos de un macho o una mula o, más frecuentemente, de una burra, y no paraba en todo el día: abonar, arar, sembrar, escardar, regar, mimar el puerro hasta conseguir de él esa gloria bendita que nos ofrecían sobre la mesa. Al final de la jornada, había que arreglar las hortalizas, montarlas en las cargas de mimbre y entregárselas a la mujer para que las vendiera. Al atardecer, la vuelta a casa, donde le esperaban unas sopas de ajo y, cuando se terciaba, un par de huevos fritos. Así todos los días. Esta era la vida de unos hombres que dejaron en la tierra su sudor y su sangre. Hoy los huertos están que dan lástima, abandonados, invadidos por la maleja y dejados de la mano de Dios.

        ¿Y la mujer? ¿Qué decir de las mujeres de aquellos años? Marginadas del mercado laboral que no fuera el servicio doméstico, eran raras las que encontraban acomodo como dependientas del comercio. Cuando mucho, y en contadísimas ocasiones, estudiaban Magisterio. Otras se dedicaban a la costura, las modistas, o regentaban su tienda de ultramarinos o su puesto de chuches, o despachaban en la pescadería o en la carnicería familiar, o hacían de la cocina una obra de arte. ¡Qué manos las de la Candelas Cañizo o las de la María, la de Sergio! Pero, salvo casos excepcionales, las mujeres de entonces se dedicaban a parir y criar hijos y, en general, a las labores de la casa. Sus obligaciones se centraban en vigilar los hervores del cocido puesto sobre la lumbre, hacer la compra, lavar y remendar la ropa de toda la familia y cuidar de que los hijos no se desmandaran. Echaban una mano en el huerto, si eran mujeres de algún hortelano, vendimiaban, iban a espigar o a arrancar legumbres, pero no tenían el protagonismo que tenía el varón. Si una viudez prematura las dejaba fuera de juego, se armaban de valor y, convertidas en madres coraje, sacaban adelante a sus hijos en un mundo de dificultades sin cuento. Yo mismo soy de una familia de viudas (mi madre, mi tía Carmen, mi tía Justa, la panadera de Grajal). Y me vais a permitir que me aproveche del momento para rendir mi homenaje personal a la memoria de mi madre, una mujer heroica y clarividente a la que debo lo poco que soy. Huérfano de padre a los seis años y sin un capital familiar que me protegiera, mi futuro se presentaba francamente muy incierto, pero mi madre no se resignaba a verme toda la vida detrás de un mostrador como último recurso y, con mucho sacrificio y haciendo más números que Botín, consiguió darme estudios. ¡Qué mujeres!

        En aquellos años la mujer era, en general, rezadora, aficionada a misas, rosarios, procesiones y novenas. ¿Os acordáis de aquellas capillitas de madera con una imagen de la Virgen dentro, que pasaban de casa en casa ante la indiferencia de los hombres y el fervor de las mujeres? No se puede juzgar con acritud aquellos usos que ahora nos pueden parecer simplezas. Toda edad tiene cosas de éstas; aquélla las tenía y ésta también las tiene. Y peores.

        La mujer de Sahagún era y es avispada y resoluta. Un tanto áspera y propensa a manejar al varón como ella quiere. Vamos, de armas tomar. Y ¡mucho cuidadito con su lengua! Hay que ver con qué intención dice de otra mujer: “¡menudo censo! ¡vaya ciloquio!” Pero, precisamente por su agudeza (y si se toman las debidas precauciones), tratar con ella es una gozada para los que huyen de la mujer empalagosa, sensiblera y sumisa. Eso sí, en los momentos duros y difíciles con que inevitablemente nos castiga la vida, estamos seguros de que podemos contar con ella.

        Es inevitable dedicar unas palabras a aquella infancia, que es la mía. Dicen que nuestro país es nuestra infancia y que en la infancia vivimos; después sobrevivimos. ¡Qué gran verdad! No teníamos móviles ni ordenadores ni balones ni camisetas de fútbol de los equipos punteros. Salvo algunos pocos privilegiados, no teníamos bicicletas; nos apañábamos alquilándoselas los domingos por horas al señor Julián. Teníamos, y a raudales, mucha imaginación, mucha iniciativa y mucha libertad de movimientos. La calle era nuestra. Sin la competencia y el peligro de los coches, que apenas existían, las aceras y las plazas eran el escenario de nuestros juegos: la piúca, los santos, los chapetes, las canicas, los aros… A propósito de los aros, recuerdo la envidia que nos daban los hijos de los ferroviarios, que bajaban por la calle de la estación con sus aros cantarines y relucientes, como hechos en los talleres de la renfe, que no sé por qué se llamaba “el recorrido”.

        El segundo escenario de nuestras andanzas eran los huertos y el campo, el campo más cercano a la población, por su puesto. Al campo y a los huertos íbamos a buscar nidos, a coger moras, endrinas, majoletos y alguna que otra manzana si el hortelano no andaba atento. La gran aventura era el río. ¡Aquellos baños en el pocín, en pelota picada y con gran alboroto! El río (y el ferrocarril) suponían un sinvivir para las madres. Para nosotros, toda una fiesta.

        Podría alargarme con un sinfín de actividades infantiles, algunas juegos de alto riesgo, como las peleas a cantazo limpio, y otros más pacíficos, como el marro, la taina y el banderín. Pero no puedo pasar por alto la actividad más importante: la escolaridad. Sahagún era una España en miniatura y, en consecuencia, la enseñanza se articulaba en dos núcleos bien definidos: la pública y la privada- De la escuela pública, la de las llamadas “Escuelas Nacionales”, no puedo hablar porque no la conozco. La privada estaba gestionada por las Hermanas de la Caridad, para los párvulos y las niñas, y los Hermanos Maristas para los niños de cuatro años en adelante. De mi paso por el parvulario de las monjas sólo tengo vagos recuerdos (sor Victorina, que nos daba regaliz); no sé cómo se las hubieron las mocitas de Sahagún con aquellas monjas de tocas volanderas y pechera almidonada (mis hermanas y mis primas hablaban de sor Emeteria y sor Ignacia, que era de Paredes). No entro en detalles, pero confieso que de mis años en el colegio de los Maristas guardo el mejor de los recuerdos. ¡Aquella vieja Enciclopedia de la editorial Edelvives! Los dictados, las cuentas y la regla de tres, la Geografía con sus cordilleras y sus ríos (Ebro, Júcar y Segura, Miño, Duero, Tajo, Guadiana y Guadalquivir), con sus mares y sus países exóticos, la Historia de España con sus reyes y sus guerras, la Historia Sagrada (Esaú y Jacob, el rey Salomón, Sansón y Dalila…), El libro de España (Gonzalo y Antonio pateando el país en busca de su abuela)… Todo un mundo que se nos grabó en el alma y con el que hoy podríamos ganar algún concurso de televisión. Fueron, sin duda, los años más felices de mi vida. Examino una vieja foto (14 de abril de 1951) en la que veinticinco chavales rodeamos al hermano Julio y me emociono. No doy nombres porque tendría que mentarlos a todos. Allí, en los Maristas, fue donde se fraguaron las grandes amistades para toda la vida.

       En esta panorámica de la vida de Sahagún me quedan muchos temas por tocar. En realidad, no he hecho más que trazar un esbozo de lo que pudiera ser un libro. Me quedo con las ganas hablar del cine, de aquellas películas histórico-patrióticas (Jeromín, Alba de América, Agustina de Aragón, Sin novedad en el Alcázar…), religiosas, sentimentales, folklóricas, de indios y vaqueros, con el inevitable nodo y sus pantanos. Tampoco puedo detenerme en las canciones (rancheras de Jorge Negrete, Mi vaca lechera, Mirando al mar, Doce cascabeles, Camino verde, Mi perrita pequinesa, Campanera, Tres veces guapa…). Aún no había televisión, pero la radio (una “Philips” o una “Telefunken”) cumplía su misión de informar (o desinformar) y remover la sensibilidad femenina con seriales y discos dedicados (“Aquí, Radio Andorra”).

        Todos estos fenómenos sociales no eran específicos de Sahagún. Era toda una España que intentaba cicatrizar las heridas de una cruel guerra civil y vivir como podía. En Sahagún tenemos la suerte de disfrutar de la espléndida labor de reconstrucción que está llevando a cabo José Luis Luna, con una dedicación y un cariño que le hacen acreedor del más cerrado de los aplausos. ¡Enhorabuena y muchas gracias, José Luis!

        No dispongo de tiempo para glosar la figura de los hijos ilustres de esta villa y me limito a aludarlos. Me refiero a hombres de la talla de San Juan, fray Bernardino y fray Pedro Ponce, el que inventó un lenguaje para sordomudos. Hay más. Por ejemplo, el heraldo de Fernando el Católico, Alonso de Torres, o Fernando de Castro, el gran Rector de la Universidad de Madrid. Todos ellos han dado lustre a nuestra vieja villa.

        Dando un salto en la historia, me veo en la obligación de dedicar un recuerdo a unos pocos paisanos nuestros que, desde el cariño y el entusiasmo, nos han ayudado a saber quiénes somos. Acabo de citar a José Luis Luna y lo vuelvo a citar por su impagable servicio de recuperar los materiales que configuran nuestra identidad.

        ¿Cómo no citar también a Juan Manuel Cuenca, hombre humilde y laborioso, que en su libro, Sahagún, monasterio y villa, nos descubrió tantas cosas de nuestro pasado, el remoto y el inmediato?

        También he citado a Millán Bravo, aunque sea para disentir de él en su insistencia en llamarnos “facundinos”. Y vuelvo a citarle ahora para decir que no conozco a nadie más interesado que él por las cosas de Sahagún, sobre todo en lo que atañe al Camino de Santiago.

        Exagero. Conozco a otro que no le iba a la zaga en interés y cariño por Sahagún. Me refiero a Félix Pacho, recién fallecido. Félix era un hombre y un periodista íntegro, cabal y amigo de sus amigos, que sintetizaba lo mejor de nosotros. Andariego, con un pie en América, como fray Bernardino, y otro en la tierra que le vio nacer, yo le definiría como un hombre enraizado, es decir, firmemente afianzado en sus raíces, que son las nuestras.

        Millán era de Las Grañeras y con un pie en El Burgo Ranero. Félix era de Calzadilla, pero atado a Bercianos por el amor de Pilar, su mujer. Y los dos, Millán y Félix, eran, por encima de todo, gente de Sahagún. A mí me ocurre algo parecido. Mi patria es Sahagún, sí, pero también Grajal y San Pedro y Calzada y Galleguillos y Villalmán y Joarilla y Gordaliza…

        Podría ampliar la lista de paisanos que nos honran, pero quiero cerrarla con uno que es para mí muy querido: Jesús Torbado, el hijo de don Cecilio, el maestro. A Jesús, para usar una expresión unamuniana, le duele esta su tierra, le duele mucho, y a ella dedicó uno de sus primeros libros, Tierra mal bautizada, un libro de viajes en que diagnosticó la Tierra de Campos con mucha dureza. Algunos no lo han entendido porque prefieren que les endulcoren la cruda realidad. Hace ahora cincuenta años que Jesús hizo el viaje, y su libro, leído hoy, nos descubre un diagnóstico pesimista, pero certero. En Sahagún hay mucha ruina, ruina gloriosa, pero ruina al fin y al cabo, y o reaccionamos o la agonía de Sahagún y sus pueblos puede acabar en muerte. Así de duro, pero así de claro. Tierra mal bautizada debería leerse en el Instituto como vacuna contra un optimismo insensato y como acicate para nuestra resurrección. No insisto en ello porque estamos en fiestas y estos días toca alegría y diversión.

        Paso adelante, para evocar a otros que no se caracterizan precisamente por su santidad, su sabiduría o su relevancia social. Son gente del pueblo llano, pero con una personalidad peculiar y un carisma que los hacen inconfundibles. Algunos han muerto y otros están felizmente vivitos y coleando. Más de uno de vosotros puede sorprenderse de que los saque a relucir aquí, pero no me quedo tranquilo si no los menciono.

        Allá va el primero. Se llamaba Goyo Linares, “Judío”, para entendernos. Comunista convencido y discutidor, inasequible al desaliento, trapicheaba con antigüedades. Compraba por veinte y vendía por treinta objetos que valían mil. Más de un anticuario se hizo rico a su costa. No tenía sentido del dinero, aunque alguna pillería sí que hacía. Por ejemplo, él mismo me contó que en una ocasión a una señora de Grajal le vendió como antigüedad un cuadro que representaba a un par de niños que intentaban coger unas flores al borde de un precipicio, con un ángel de la guarda que les protegía con las alas extendidas. Doscientas pesetas la cobró; a la semana siguiente la buena mujer le preguntó si tenía otro cuadro igual para una hija y Goyo se lo llevó, por el mismo precio, doscientas pesetas. La señora aún le pidió un tercero y él acabó confesando que por cien pesetas encontraría en la ferretería de Aquilino todos los que quisiera.

       ¿Y qué decir que no sepamos del gran Paulino Estébanez, “Chivero”, mi pariente? Triunfador en cien plazas de toros, sabe pasear su estampa torera, tocado con un sombrero cordobés, de ala ancha, para que todo el mundo sepa que el que tiene delante es un maestro de la tauromaquia. De la multitud de anécdotas escojo una. Paulino hizo la mili en Aviación, en la Virgen del Camino. Pasados los años, dejó las ovejas y se enfundó el uniforme de alguacil o guardia municipal. Era cuando la cafetería de Sergio era también restaurante (¡y con una estrella Michelín!, ¡que se sepa!). Paulino estaba de servicio delante del restaurante cuando se le acercó un militar de la base, que había sido el capitán de su compañía y que le reconoció. Le preguntó que dónde podía aparcar y comer. Paulino le dijo que comiera en casa Sergio y que dejara el coche allí mismo, que no le iba a multar. El militar entró en el restaurante y al ver que había mucha gente, se fue a comer a otro sitio. Cuando volvió, se encontró con la multa en el parabrisas del coche. “Pero, Estébanez, ¿no me dijiste que no me ibas a multar?” “Sí, pero también le dije que comiera aquí y no me hizo caso.” Cosas de Paulino.

        Personajes como éstos me vienen a la memoria unos cuantos, en los que no me quiero detener. Pero no quiero desaprovechar la ocasión para hacer un homenaje a una persona singular, muy querida por mí, imprescindible en el paisaje de la plaza. Se trata de la Carmina la quiosquera. Una mujer espabilada, guapa de cara y diminuta de cuerpo, que se pasó la vida encerrada en los tres metros cuadrados de su kiosco, vendiendo periódicos, cambiando novelas y cogiendo puntos a las medias, otra actividad hoy perdida. Ella nos surtía de cromos y tebeos, a mí de El guerrero del antifaz y de Roberto Alcázar y Pedrín, que fueron mis primeras lecturas, en los que invertía las propinas dominicales que me daban mis hermanas. Yo siempre tuve complicidad con la Carmina y soy testigo de más de una anécdota suya. Una, por ejemplo. Don Ignacio Estévez, suegro de Fraga Iribarne, pasaba el verano en su finca de Valdelaguna y solía venir todos los días a Sahagún. Era hombre muy tacaño y tenía la fea costumbre de acercarse al kiosco, leerse los periódicos (el abc, el Ya, el Pueblo) con el pretexto de ver si escribían algo de su yerno. Al acabar la lectura, siempre hacía el mismo comentario: “Hoy no dicen nada de él”, y se marchaba. Hasta que un día la Carmina le paró los pies: “Mire, don Ignacio, yo le dejo leer todos los periódicos, pero al menos cómpreme uno.” Entrañable mujer, a la que dedico un cariñoso recuerdo.

        Aquí nos darían las uvas si quisiera sacar a relucir a todo este paisanaje que ha dado colorido a Sahagún. Basten con estos botones de muestra como prueba de que somos cualquier cosa menos anodinos.

        He dedicado un buen rato a evocar un tiempo pasado y alguno se estará preguntando a qué vienen estas historias del abuelo Cebolleta en un pregón de fiestas. Lo he hecho a conciencia, convencido de que no debemos olvidar de dónde venimos para saber adónde vamos. Dice una copla flamenca:

                            Padres, agüelos y tíos:

                            con los güenos manantiales

                            se forman los güenos ríos.

        ¡Qué verdad es! Hace unos años hice imprimir una pegatina con los escudos del monasterio y la villa, y un texto de mi cosecha en medio, en el que intenté condensar la esencia de Sahagún:

                            Nos hizo Europa, y un rey

                            nos dio fueros.

                            Dimos pan al caminante

                            y donde estuvimos fuimos

                            los primeros.

        No hace falta que os diga, porque lo sabéis muy bien, quién es el primero entre los primeros: San Juan de Sahagún. A él van dedicadas estas fiestas.

        Tampoco hace falta que os anticipe los eventos organizados para la celebración. Los tenéis todo en los programas. Prefiero mantener el tono que he adoptado desde el principio y dedicar la parte final de mi pregón a evocar las fiestas de San Juan en mis años infantiles, que no difieren sustancialmente de las actuales.

        Llegaban las fiestas de San Juan, al final de la primavera y principios del verano, cuando se producía una explosión de alegría. En una mezcla de lo humano y lo divino, alternaban las novenas, las misas y las procesiones con los bailongos, las vacas y los fuegos artificiales. Si se repasan los programas de fiestas, todos los años se repetían los mismos eventos: partidas de pelota a mano en el frontón de La Pista (aún no había polideportivos ni cosa parecida), dianas y conciertos de la banda de música, bailes amenizados por orquestas locales y foráneas, corridas de toros de “acreditadas ganaderías”, encierros, algún partido de fútbol y alguna carrera ciclista. Y todos felices y contentos.

        El día 12, como siempre, la gran fiesta del año, más importante que la Navidad y la Pascua, dijera lo que dijera la Iglesia y su año litúrgico. San Juan era mucho San Juan.

       La mañana arrancaba con la diana de la banda, aquella banda que recorría las calles para avisar de que aquel día era un día grande. Hace años escribí un artículo para recordar a aquellos músicos y a ese artículo me remito. Eran cuatro gatos (Amador, Froilán, el Colorao, Chóriga, Primitivo, Epifanio, Valentín, Máximo…), con don Adolfo Magdaleno al frente, pero a mí me parecía la Filarmónica de Berlín. Parece que los estoy viendo subir en formación, entre el charol de las gorras de plato y el latón fulgurante de los instrumentos, lanzando al aire la alegría de un pasacalle. Asomado al balcón de mi casa, yo les veía llegar a la plaza y acabar su recorrido a las puertas del Ayuntamiento. Un par de horas más tarde volverían a formar, como soldaditos de plomo, para acompañar a las autoridades a los oficios religiosos en honor del santo, de nuestro santo. Y por la tarde, con las mismas, a los toros.

        El resto de la mañana discurría entre cánticos de Iglesia, con misa y predicador de gran gala, y, a continuación, la procesión, con la reliquia portada a hombros del clero de la comarca, presidida por las autoridades. Y, después de la procesión, música y vermú. Hoy resulta un ceremonial un tanto desvaído; entonces era una explosión de sentimientos, de alegría compartida por todos, absolutamente todos los sahaguneses, que llevaban en andas la imagen de un frailuco santo nacido aquí, a orillas del Cea, y que había conmovido hace siglos a una Salamanca que acabó incorporándolo a su galería de hombres ilustres.

        A propósito de Salamanca. En esa Salamanca rebosante de ciencia y de Renacimiento hay una calle que, en honor de nuestro paisano, lleva por nombre “Tentenecio” (no sé si los nuevos mandamases municipales se lo han cambiado por aquello del laicismo). Todos nosotros sabemos el origen de esa pintoresca denominación. Es una referencia al milagro que obró nuestro santo cuando un toro bravo irrumpió en una procesión y, ante el pánico general, San Juan se plantó ante el toro y le sedó con un enérgico “¡Tente, necio!”.

        Permitidme una anécdota personal a cuento del Tentenecio salmantino. Fue hace años, un verano en que yo di clases en los cursos para extranjeros de la universidad. Como podéis suponer, la abundancia de alumnas extranjeras facilitaba un tipo de actividad extradocente paralela con muy buenos resultados. Estábamos un par de amigos y yo metidos en harina con unas americanas (en Salamanca, en un derroche de fineza, se llamaba a eso “andarlas por la muda”), y al pasar por la calle Tentenecio, una americana nos preguntó qué significaba eso de “Tentenecio”. Mi amigo Peque Cabezas, hombre de teatro y de mucho ingenio, se lo explicó en un pispás, en un inglés lacónico y con acompañamiento de gestos sumamente expresivos: “The saint… bull… stop, es decir, Tentenecio”. Yo no sé lo que entenderían las guiris, pero nosotros no podíamos por menos de celebrar una traducción tan feliz.

        ¡San Juan de Sahagún, nuestro querido “Pelines”! Hasta los que no creen en Dios creen en San Juan. Tótem e icono de nuestra tribu, representa en grado de excelencia lo mejor de nosotros. Por eso año tras año le cantamos, a sabiendas de que es verdad:

                            Tú eres nuestro orgullo,

                            tú eres nuestro honor.

                            Mira ante tus plantas

                            a tu pueblo fiel;

                            mientras él no muera

                            vivirás tú en él.

¡Viva San Juan de Sahagún!

Autor: Joaquín González Cuenca.

EL JUICIO DE LA LUNA

Carmelo y yo acabábamos de cenar en compañía de Susana, cuando alguien llamó a la puerta exterior de la casa. Susana se levantó con total normalidad y fue a ver quién llamaba. (La hora intempestiva no produjo alarma, porque entonces se vivía con las puertas y las ventanas abiertas, sin temor a que nadie te quitara nada).”- Don Camilo – dijo Susana – está ahí ese factor al que llaman García, y quiere hablar con usted”. Pasé a García a mi despacho y me tiró, indignado, unos papeles sobre la mesa al tiempo que decía: “Lea. lea usted ese pastel del confitero”. Era una sentencia del Juzgado Comarcal. No había Juez titular y el sustituto era Vicente Docio, dueño de una confitería de grato recuerdo. Nuestra entrevista duró posiblemente más de dos horas. El hombre había venido en cuanto le habían relevado en su puesto de factor. El acaloramiento de mi consultante era manifiesto, pues después de leer yo rápidamente la sentencia me dijo: “- Quiero que me diga usted que tengo que hacer para llevar este asunto al Tribunal Supremo”. “- Hombre – le dije – no es posible lo que pretende porque la cuantía del asunto –cincuenta pesetas - nunca lo permitiría y parece que el buen sentido aconsejaría no meterse en tal aventura, pues un recurso en el Supremo nunca le constaría a usted menos de mil o dos mil pesetas” “-¿Solamente eso?”. La pregunta la hacía un empleado que entonces podía tener un sueldo de 500 pesetas mensuales. Para él, sin duda, significaba poca cosa gastarse un dinero que normalmente pocos tenían. Estaba claro que este hombre tenía ingresos extra por su colaboración en el transporte de productos de estraperlo. Nadie más que una persona con holgura económica podía pretender la interposición de un recurso de casación por cincuenta cochinas pesetas que se discutían. Y nadie más que una persona extrañamente adinerada podía sentirse ensoberbecida porque un Juez lego no le daba la razón.

Veamos en qué consistía el pleito: En las proximidades de la estación de Sahagún, hay un bar, propiedad de Ignacio Vidanes, a quien llaman “Bilibú”. Allí por las noches espera algún viajero o entran los de “recorrido”, como Pombo, Guarda-agujas, como Eustaquio “El Cono”, el jefe de estación o algún otro empleado. Y el día 2 de noviembre–se decía- de aquel año 1946 había comenzado, a la una de la madrugada, una discusión sobre la hora a la que se pondría la luna que estaba brillando. “El Cono”, gran discutidor, vertió los razonamientos de su experiencia visual y cultural y quedó como campeón, tras afirmar rotundamente que la Luna de aquella noche se ponía a las nueve. La discusión empecinada continuaba cuando entró el factor García, que en cuanto se percató de lo que se estaba hablando, dirigiéndose al “Cono” le dijo: “-Tu, muchacho, no sabes una palabra de ASTROLOGÍA la luna que brilla esta noche no se pondrá después de las ocho”. Envite del Cono: “-¿No te apostarás algo?” Y después de continuar un poco más la discusión, García y El Cono depositaron, cada uno, cincuenta pesetas en poder de Bilibú como apuesta.

Parece que ambos pasaron la noche mirando al cielo, pero ninguno pudo ver nada, porque una niebla intensa lo impedía. Pero ello no fue óbice para que, al día siguiente, se buscaran ambos apostantes, que, invariablemente, se estimaron acertantes. “-Dile a Bilibú que me dé el dinero, porque yo he sido el que he acertado” “Díselo tú, que me lo dé a mí, porque no me he deslizado nada de mi cálculo.” Algún otro encuentro subsiguiente terminó también sin resultado, y dejaron de hablarse ambos ferroviarios. Los testigos de la apuesta mediaron para que Bilibú devolviera los diez duros a cada uno, pero no había forma de que cedieran por esta solución salomónica.

Y un buen día, El Cono, tuvo esta conversación con Castañeda, que era el Contable del Sindicato Agrícola. “¿Qué te pasa con el Cono? –le preguntó Castañeda. “-¡Qué me va a pasar! Que he hecho con él una apuesta y no quiere reconocer que yo acerté” “-¿Y porque no le llevas al Juzgado?” “-Hombre, porqué tendré que ir a un abogado y me gastaré, digo yo, más que lo apostado”. “-No tienes necesidad de acudir a ningún abogado, mañana te pasa por mi oficina y te daré un escrito para que lo presentes en el Juzgado”.

Conforme el Cono con lo que Castañeda le propuso, recogió el escrito y en el Juzgado señalaron un día y una hora para la celebración del juicio verbal.

A partir de tal momento, me voy a guiar solamente por lo que en el proceso –que yo examiné detenidamente- se leía.

“Ante don Vicente Docio, Juez sustituto, y don Marciano Murciego, secretario suplente, comparecen de una parte, como demandante don Eustaquio Rodríguez y de otra como demandado don Manuel García. Concedida la palabra por S. Sª al demandante, por este se dice que la Luna, se puso a las nueve. Concedida la palabra al demandado, éste manifiesta que la Luna se puso a las ocho. Ambas partes, en réplica y dúplica, insisten en lo que han manifestado y solicitan el recibimiento del juicio a prueba. S.Sª recibe el juicio a prueba y el demandante propone la documental, consistente en la unión a los autos del calendario Zaragozano y la testifical, a tenor del siguiente interrogatorio: 1ª. Si es cierto que en la madrugada del 2 de noviembre pasado, entre demandante y demandado hubo una apuesta de cincuenta pesetas, cantidad que cada uno depositó en poder de Ignacio Vidanes. (Todos los testigos contestaron que era verdad) 2ª. Si es cierto que don Eustaquio apostó que la Luna que aquella noche estaba brillando se pondría a la nueve y el Sr. García que a las ocho. (Todos también dijeron que era cierto) 3ª Si es verdad que la Luna se puso a las nueve aproximadamente. (Todos contestaron que no lo sabían).

Sentencia: “Declaro que don Eustaquio acertó y condenó a García a que le pagase las cincuenta pesetas que apostó y que quedaron depositadas en don Ignacio Vidanes, sin costas a ninguno de los contendientes”.

Esta sentencia era el “pastel” a que García se refirió, y la fundamentación jurídica, lo mejor: “Considerando: Que la Luna el 2 de noviembre pasado, según el calendario zaragozano, se puso a las 8 horas, 37 minutos  y 10 segundos, y como el más próximo al acierto es el demandante, procede condenar al demandado a que le satisfaga la cantidad apostada, sin que haya méritos para hacer una especial imposición de las costas”.

“-Quiero don Camilo, ir al Supremo. Esto no puede quedar así”.

Tranquilicé a García y le dije que lo único procedente era que acudiera inmediatamente al Juzgado y expresara así sus deseos de que quería apelar. “No hay otro camino” “-¿Y me defenderá usted?” “-Permítame que ahora no le conteste, necesito antes ver el expediente o lo que nosotros llamamos los autos”. “-Que no sea, señor de la Red, por dinero. Yo le pagaré a usted lo que me diga”.

Confieso que en un principio vino a mi mente la idea de que allí no podía hacerse nada, porque recordaba que las obligaciones derivadas del juego no podían reclamarse ante los Tribunales. Pronto me convencí de mi error al leer el artículo 1801 del Código, y poniendo en tela de juicio la sabiduría del Cono, parecía poca prueba la del calendario zaragozano, por lo que escribí al Instituto Meteorológico. Me contestaron algo parecido a esto: “Sentimos manifestarle que tanto usted como su cliente estánequivocados, puesto que fue Luna llena en Cáncer el 28 de octubre a las 5 horas, 3 minutos y 43 segundos” ¿Y qué me querían decir con eso?.

Pasé un día por el Juzgado de Primera Instancia, y allí estaba Perfecto rodeado de tomos de la Enciclopedia Espasa que había pedido al Ayuntamiento, tratando de descifrar los movimientos de la luna. Sabiendo de mis aficiones geográficas me dijo: “Hombre llegas a tiempo, porque estoy viendo este asunto: son dos ferroviarios que no debían tener mucho que hacer y yo creo que están tratando de jugar con la Justicia. “Le corté “-No sigas porque este recurso lo voy a llevar yo” “·-Si de algo te sirve, ahí tienes esa carta del Servicio Meteorológico”. Perfecto cogió el papel y dijo, para mi sorpresa: -“·Esto ya lo sabía yo, que fue Luna llena en Cáncer el 28 de octubre”. Y siguió con sus lecturas y sus pensamientos.

Y llegó el día de la vista. Y se llenó de geste la sala del Juzgado. Nunca he conocido en tal lugar mayor concurrencia. Yo llevaba mi informe preparado con un exordio en el que me referí a la necesidad de la Justicia en todas las actividades vitales y no solo en las más importantes, y el contrato de apuesta demandaba que aquel asunto se decantara en favor del más sabio, que era mi patrocinado. Cité uno de los consejos que don Quijote dio a Sancho cuando éste se dispuso a gobernar la ínsula barataria, y al final dije que el calendario zaragozano no era más que un documento inadverado, que pudiera ser que tuviera razón don Mariano Ocsiero, que parecía ser su autor, pero que aunque admitiéramos como cierto lo que en él se leía, había una notable circunstancia que no inclinaba a pensar que ninguno de los contendientes había acertado, porque la apuesta no había tenido lugar el 2 de noviembre sino el 3. Y esto hacía variar la solución en el supuesto de aceptar como bueno lo que el calendario decía, ya que un día después, la Luna se había puesto cuatro minutos antes, por lo que si había que resolver la cuestión por aproximación, el más cercano al acierto había sido el demandante. Mi conclusión fue que ninguno de los dos había acertado y que no pudiendo tener cumplimiento el contrato, debían devolverse lo que habían apostado.

Camilo de Red Fernández.- Abogado

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