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LOS TRENES DE LA POSGUERRA

Grandes recuerdos tengo de mi niñez y juventud referentes al funcionamiento de la RENFE en los años cuarenta y cincuenta.
Mi pueblo está ubicado a unos cuatro kilómetros en dirección Este de lo que entonces se llamaba ferrocarriles del Norte de España. Con los vientos casi siempre dominantes del Oeste, el ruido explosivo que producían las locomotoras a vapor, se apreciaban como si pasaran al lado.

Por el tono de los silbidos de las locomotoras se podía distinguir si era para pedir entrada a la estación, o, si iba acompañado de los fuertes traqueteos de los vagones cuesta abajo, pedía el maquinista ayuda a los guardafrenos, con pitidos cortos e insistentes.
Grandes privaciones y fríos tenían que aguantar estos sufridos funcionarios en el reducido espacio de su garita, siempre atentos a las órdenes del maquinista.

Esta penosa tarea la pude apreciar personalmente cuando, viniendo con permiso de la mili, por no esperar toda una noche para coger la combinación del corto trayecto de Venta de Baños a Sahagún, tratábamos de hacerlo en las garitas vacías de los trenes de mercancías, a pesar de la resistencia de los guardafrenos.

Al tener la estación de Sahagún, muy próxima a mi pueblo, el servicio de reponer agua a todos los trenes, te daba la seguridad de que todos ellos, de la clase que fueren, tenían que parar y hacer “la aguada”, como entonces se llamaba esta operación.

Gran prestancia daban a esta estación las dos grandes calderas de cemento armado, que con sus cuarenta metros de altura dominaban todo el caserío. Con la gran presión lograda por la altura, el agua de las diferentes bocas-grúa, entraba en poco tiempo en los depósitos de las locomotoras.

Conservo vivo en mi memoria el espectáculo que chicos y grandes presenciábamos en la estación al abastecerse las máquinas, en especial las de gran potencia y recorrido rápido por la premura que tenían que hacerlo para no incurrir en retrasos.

Casi antes de que parara el convoy, el fogonero saltaba ágil a tierra con el fin de conectar el tubo de la grúa al depósito del agua. Mientras este se llenaba, el fogonero empuñaba una larga barra de hierro con forma de badil, y abriendo la pequeña portezuela de fuegos, recorría los huecos de la parrilla para que la carbonilla quemada cayera al suelo.

A pesar del poco tiempo que tenía para hacer esta operación, el intenso fuego de la caldera hacía que cuando sacaba el atizador medio metro de su extremo, este chispeaba incandescente.
Mi retina conserva intacta la imagen del fogonero con su cabeza cubierta con un pañuelo, que alguna vez habría sido blanco. Su rostro estaba sudoroso y completamente ennegrecido por el polvo del carbón, donde sólo destacaban el color de los ojos y el blanco de sus dientes.

Con este aspecto y el atizador incandescente en las manos, sólo le faltaba el rabo y los cuernos para parecerse al mismo diablo, según la imagen que nos inculcaban en aquellos años de mi niñez.
A pesar de su aspecto externo, estos hombres curtidos por su dura tarea, daban muestras de tener un gran corazón, dejando que las mujeres del barrio de la estación, se aprovisionaran del agua que necesitaban para el consumo doméstico. Con esto las ahorraba un largo desplazamiento a la plaza de la villa, único sitio donde se abastecían en un buen pozo artesiano.

En aquellos tiempos de gran escasez, alguna palada de carbón de regalo iba a parar al saco de muchas mujeres, que acuciadas por la necesidad, escarbaban entre la carbonilla, intentando encontrar algún trozo que no estuviera completamente quemado.
A pesar de que en este tándem de maquinista y fogonero, el primero era el jefe y responsable de la locomotora, también aprovechaba este poco tiempo para, armado con una aceitera con un largo dispositivo, engrasar las partes de roce que llevan en el intrincado laberinto de palancas, válvulas, émbolos y demás mecanismos de la máquina.

Los que llamaban operarios del recorrido, también aprovechaban este corto tiempo para ir tocando con sus dedos uno por cada lado del convoy, los puntos de apoyo de los ejes de los vagones, por si su elevada temperatura denotaba falta de engrase y necesitaba un arreglo inmediato.

Hechas estas labores de mantenimiento, el jefe de estación salía de su oficina y daba unas campanas de advertencia. Se dirigía luego al maquinista levantando el banderín rojo y con un sonido fuerte de silbato completaba la orden de marcha.

El maquinista accionaba el mando de la sirena que emitía un fuerte sonido de aviso. Su mano derecha se posaba con fuerza sobre la palanca del regulador de presión y un chorro blanco de vapor se escapaba del cilindro que daba el primer impulso al convoy.

 Cuando este iba sobrecargado de peso o de vagones vacíos, el esfuerzo para ponerles en marcha hacía patinar a las ruedas motrices de la locomotora, que producían por el roce chispas sobre la vía.

Una vez que se lograba la velocidad adecuada, normalmente el maquinista asomaba la cabeza por el lateral izquierdo para informarse de las señales de circulación y enterarse de los pormenores de la vía.

Todas estas maniobras descritas podrían aplicarse también a los trenes de mercancías, sólo que en estos se hacían con más lentitud debido que a veces tenían que arrastrar largos trenes de vagones vacíos, que en ocasiones podía sobrepasar las cuarenta unidades.
Sobre la escasez de medios que existía en aquellos años, quisiera contaros la odisea que pasamos mi padre y yo para trasladarnos de Sahagún a León que dista unos setenta kilómetros.

A las once de la mañana salía de Sahagún un tren que se llamaba el mixto, por llevar numerosos vagones de mercancía y a la cola agregaban dos o tres coches de viajeros para aprovechar el escaso material circulante.

Con una fría mañana de invierno salimos para Calzada a la que llegamos con la presión casi justa.

Después de media hora de parada salimos para el Burgo Ranero distante unos doce kilómetros. Esta distancia era insalvable sin parar, con lo que nos vimos parados en medio del campo y como sabíamos que la toma de presión duraba media hora, bajamos del tren para tomar el sol en las escasas ocasiones en que levantaba la niebla.

Con tres pitidos de aviso para montar, la máquina se puso de nuevo en marcha dando un tremendo tirón para poner en movimiento los muchos vagones que llevaba.

Después de la media hora de rigor salimos para Santas Martas que distan unos catorce kilómetros. También tuvimos que parar en medio del trayecto y como había ya anochecido y la temperatura exterior era más fría que la del tren, pocos optamos por bajar.
Reanudada la marcha tuvimos a nuestro favor que los últimos cuatro kilómetros eran en suave descenso con lo que la misma inercia imprimió al tren un culebreo de cabeza a cola que parecía que nos íbamos a salir de la vía. Llegamos a Torneros con la gente ya cansada por la tardanza y sin luz ni calefacción.

Por fin a eso de las siete de la tarde-noche llegamos a León con el tiempo justo para que mi padre regresara en otro tren que salía a las ocho.

Estos relatos pueden parecer a los jóvenes de hoy un cuento de fantasía, pero puedo asegurarles que los que tenemos ya noventa años nos tocó vivir estas peripecias y otras muchas que recuerdo y podría contar con pelos y señales.

Creo son suficientes las descritas como homenaje a todo el personal de RENFE, que en estos últimos años han logrado hacer unos ferrocarriles españoles que en nada se parecen a los de los años cincuenta.

Nuestro agradecimiento a todos los ferroviarios, que en las épocas de mayores privaciones, tuvieron que suplir con su esfuerzo personal todas las deficiencias para que no nos faltara este medio de locomoción.

Modesto Celada Vaquero. 2017

 
 
 
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