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Pregón de las Fiestas de San Juan (2016)

Joaquín González Cuenca

 

 

Sahagunesas y sahaguneses:

 

        Vaya por delante mi agradecimiento al señor Alcalde y a la Corporación Municipal por invitarme a pregonar estas fiestas de San Juan de Sahagún. Ellos sabrán por qué lo han hecho. Me he puesto a buscar el motivo que justifique este honor y no encuentro otro que el de mi condición de sahagunés.

        Me ha extrañado ver que en el programa de fiestas se me presenta como “facundino”. Y me pregunto: ¿Yo qué soy? ¿Facundino, sahagunino, sahagunense, sahagunés o sahagunero? San Juan, nuestro San Juan, ¿qué era?

        Perdonadme la pedantería de hacer uso de mi dedicación profesional a la Filología para intentar deshacer la confusión reinante en ese juego de adjetivos gentilicios. Tomadlo como un desahogo. Pido disculpas anticipadas y os doy mi palabra de que va a ser cosa de poco.

        Facundino viene de “Facundo”, porque “San Facundo” es el nombre primitivo de nuestro monasterio y nuestra villa. El término lo puso en marcha mi querido amigo Millán Bravo, que, como buen latinista, estaba empeñado en que todos habláramos casi en latín, y eso es lo que hacemos cuando nos consideramos facundinos. El término es muy hermoso, pero suena extraño en boca de los que sirven copas o manejan el tractor, es decir, la gente normal.

        Sahagunense también es término latinizante, pero menos. Es como si a uno de León le llamáramos legionense. No deja de ser un pelín culto, y decir “Yo soy sahagunense” resulta algo como redicho.

        Sahagunino es término que usan los historiadores del arte y hay que reservárselo para su uso exclusivo.

        Nos quedan dos, sahagunés/a  y sahagunero/a.  Sahagunés/a  es el que, en mi opinión, debería considerarse el más neutro y acomodado a la lengua normal. Es la solución adoptada para los habitantes de las localidades o países que acaban en -án, -én, -ín, -ón, -ún, acentuado: Pekín-pekinés, San Juan-sanjuanés, Gijón-gijonés, León-leonés… Y, en concreto, para la solución Sahagún-sahagunés tenemos el modelo de Cancún-cancunés, Camerún-camerunés, etc.

        Lo de sahagunero tiene más gracia. Es como sahagunés, pero poniendo el acento en lo castizo, en lo típico; está dicho como con retintín. Decir “Yo soy muy sahagunero” quiere decir que en mis hábitos de hablar o de actuar se me nota mucho que soy de Sahagún. Por ejemplo, decir “chiguito” o (con perdón) “cagau” (“Vete al cagau”, “Cagau pa ti”) nos delata.

        En conclusión, el gentilicio más neutro o normal para un nativo o habitante de Sahagún es sahagunés: “el alcalde sahagunés”, “el cocido sahagunés”…, por la misma razón que decimos “el alcalde leonés” o “el cocido leonés”. Y San Juan, nuestro San Juan, era sahagunés y seguro que también un poco sahagunero.

       Otra cuestión previa. De unos años acá se ha impuesto la manía de decir y escribir “Sahagún de Campos” cuando lo correcto es “Sahagún” a secas. Nadie duda de que Sahagún está en Tierra de Campos. Somos de Tierra de Campos y a mucha honra. Más aún, uno de nosotros tiene que ver más con uno de Mayorga, Medina de Rioseco, Villalón o Paredes que con uno de Ponferrada o Villablino, por más que nos pongan a todos la etiqueta de “leoneses”. Hay zonas de León con las que no nos une más que la Diputación Provincial, algo puramente administrativo. Nadie dice “Ponferrada del Bierzo” o “La Bañeza del Páramo”, por más que sus habitantes sean bercianos o parameses, y sin embargo se ha puesto de moda la barbaridad de llamar a Sahagún “Sahagún de Campos”. A ver si ahora resulta que a nuestro San Juan de Sahagún hay que llamarle “San Juan de Sahagún de Campos”. Tome nota el Ayuntamiento para que en los medios, en la renfe, en la Caja de Ahorros y no digamos en los escritos de la Diputación usen debidamente el nombre de nuestra villa, que no es otro que el de Sahagún a secas.

        Y ya no quiero aburriros más con filologías. Vamos al tajo.

        Decía yo antes que el Sr. Alcalde, en nombre de la Corporación Municipal, ha tenido a bien nombrarme pregonero de estas fiestas. ¿Quién me iba a decir que aquel chiguito (es decir, yo mismo) que nació al lado del Ayuntamiento, entre la fábrica de gaseosas del señor Benito y la confitería de Vicente Docio, iba a acabar discurseando como lo estoy haciendo ahora? Sí, nací una mañana de verano en la casa que ocupaba el solar sobre el que mi hermana Pili levantó esa casa un tanto extraña y fantasmal que ha quedado ahí, entre la nada y la nada, asomada a la plaza como si estuviera controlando todo lo que pasa en ella.

        Yo era un niño de la plaza y, como tal, mis amigos eran Luis Santos el de la confitería, Chele el de la farmacia, Miguel Ángel el de la Ina, y personajes semejantes, pero mi campo de operaciones se prolongaba hacia San Benito y hacia la calle de la Morería. En San Benito, en la plaza de Lesmes Franco, donde estaba la panadería de mi tía Carmen, que había sido antes de mis abuelos y de mis bisabuelos maternos, me juntaba con Santi y Anuncita Carnicero, Agustín Casado, Gerardo Sarabia, las hijas de Máximo Truchero… Y en la calle Morería, donde vivía mi hermana Teresa, me esperaban Manolo Morala, el irrepetible Manolete, y sus hermanas, los hermanos Cueto, Blas, Lucito…, todos aglutinados, como punto de referencia, en la zapatería de Joaquín el Realista, que nos encandilaba con sus bromas y sus historias.

        Por entonces (hablo de finales de los años 40 y principio de los 50) se apreciaba con nitidez la distribución social de los sahaguneses según su ocupación. En la parte superior de la escala social encontramos un grupo de familias, vamos a llamarlas de “señoritos”, integradas por los que se habían enriquecido con los despojos de la desamortización del monasterio, a los que se sumaban los profesionales de más alta cualificación (médicos, farmacéuticos, veterinarios, abogados, juez y notario incluidos). Estos “señoritos”, cuya figura y costumbres no tiene que ver con las del proverbial “señorito del sur”, un toque de elitismo sí tenían. Por ejemplo, eran gente muy de Iglesia y socios del casino, y sus hijos estudiaban o, por lo menos, lo intentaban con mejor o peor fortuna. Con ellos alternaban los comerciantes de cierto nivel (almacenes de coloniales, tejidos y confecciones, paquetería, joyería, ferretería…), los hosteleros con bares de alta gama, es decir, los de la Plaza, (¡ay, Sergito!), y los bancarios con graduación (los directores del Central y el Santander, a los que pronto se sumó el de la Caja).

        Y ya que he mentado a la gente del comercio y la hostelería, hay que decir que otra cosa muy distinta era el pequeño tendero de ultramarinos (cien gramos de pimentón, medio kilo de arroz y un litro de aceite) o los taberneros de porrón de vino, con o sin gaseosa, y escabeche de chicharro o sardina arenque. Recuerdo la taberna de Foro y otra de la calle de las Monjas, con una faja colorada colgada en la puerta de entrada para indicar que allí se vendía vino, a donde me mandaban a mí a comprar un cuartillo de vino.

        En otro segmento de población habría que incluir a los profesionales con oficio y gremio: panaderos, carniceros, zapateros, albañiles, molineros, matarifes, peluqueros, herreros, carpinteros, pintores, guarnicioneros, hojalateros, cuberos, herradores y un largo etcétera. Oficiales y peones de muy distinto pelaje formaban un tupido entramado que configuraba una buena parte de la sociedad del Sahagún de aquellos años. A todos o casi todos les puedo poner nombre, cara, familia, y hasta mote. Muchos de aquellos oficios han desaparecido.

        El resto del material humano, variopinto y de difícil clasificación, lo componían ferroviarios, oficinistas, maestros, guardias civiles, funcionarios de correos, consumeros, curas y monjas (las “encerradas” y las “abiertas”), criados y criadas… ¿qué sé yo? Algunos eran de economía muy reducida, como aquellos pescadores que conocían el Cea como la palma de la mano y ofrecían barbos, cangrejos y ancas de rana, exquisitas proteínas para los que no tenían acceso al filete o a la raja de merluza. Y en el escalón más bajo, los auténticos “pobres”, familias marginadas que nunca supe cómo podían subsistir.

        ¿Y qué decir del campo? El campo proporcionaba mucha labor y de él vivía mucha gente, organizada en dos grupos bien diferenciados: los labradores de secano y los hortelanos. Eran los años anteriores a la cosechadora y al tractor de unos y a la mula mecánica y al invernadero de otros. Ahí estaban las mulas, para todo lo que hiciera falta.

        Visto desde aquí, el trabajo del labrador era durísimo. ¡Qué veranos y qué veraneros! Segar con una maquinaria elemental, acarrear, trillar, limpiar (con una máquina tan elemental como la segadora) y encerrar el grano en la panera a fuerza de brazos y la paja en el pajar entre un calor y un polvo asfixiantes. Aquella gente era incombustible. Abundaba el labrador medio, que con 40 hectáreas en propiedad o en renta, un majuelo, unas gallinas, unos conejos y uno o dos gochos tenía para pasar el año.

        La vendimia, antes de que se arrancaran las cepas hasta su total extinción, era otra cosa. La vendimia tenía un aire de fiesta, casi de romería. Las cuadrillas de vendimiadores y vendimiadoras trabajaban, sí, pero la presencia de la mujer propiciaba la picardía y el jolgorio. Era un destajo aliviado por la frase picante y el ritual de la “lagareta”, en la que una cepa de uva tinta proporcionaba material para pintar por sorpresa la cara de un compañero del sexo contrario, sobre todo si era femenino.

        El hortelano también tenía lo suyo. Se le veía bajar al huerto por la mañana temprano, a lomos de un macho o una mula o, más frecuentemente, de una burra, y no paraba en todo el día: abonar, arar, sembrar, escardar, regar, mimar el puerro hasta conseguir de él esa gloria bendita que nos ofrecían sobre la mesa. Al final de la jornada, había que arreglar las hortalizas, montarlas en las cargas de mimbre y entregárselas a la mujer para que las vendiera. Al atardecer, la vuelta a casa, donde le esperaban unas sopas de ajo y, cuando se terciaba, un par de huevos fritos. Así todos los días. Esta era la vida de unos hombres que dejaron en la tierra su sudor y su sangre. Hoy los huertos están que dan lástima, abandonados, invadidos por la maleja y dejados de la mano de Dios.

        ¿Y la mujer? ¿Qué decir de las mujeres de aquellos años? Marginadas del mercado laboral que no fuera el servicio doméstico, eran raras las que encontraban acomodo como dependientas del comercio. Cuando mucho, y en contadísimas ocasiones, estudiaban Magisterio. Otras se dedicaban a la costura, las modistas, o regentaban su tienda de ultramarinos o su puesto de chuches, o despachaban en la pescadería o en la carnicería familiar, o hacían de la cocina una obra de arte. ¡Qué manos las de la Candelas Cañizo o las de la María, la de Sergio! Pero, salvo casos excepcionales, las mujeres de entonces se dedicaban a parir y criar hijos y, en general, a las labores de la casa. Sus obligaciones se centraban en vigilar los hervores del cocido puesto sobre la lumbre, hacer la compra, lavar y remendar la ropa de toda la familia y cuidar de que los hijos no se desmandaran. Echaban una mano en el huerto, si eran mujeres de algún hortelano, vendimiaban, iban a espigar o a arrancar legumbres, pero no tenían el protagonismo que tenía el varón. Si una viudez prematura las dejaba fuera de juego, se armaban de valor y, convertidas en madres coraje, sacaban adelante a sus hijos en un mundo de dificultades sin cuento. Yo mismo soy de una familia de viudas (mi madre, mi tía Carmen, mi tía Justa, la panadera de Grajal). Y me vais a permitir que me aproveche del momento para rendir mi homenaje personal a la memoria de mi madre, una mujer heroica y clarividente a la que debo lo poco que soy. Huérfano de padre a los seis años y sin un capital familiar que me protegiera, mi futuro se presentaba francamente muy incierto, pero mi madre no se resignaba a verme toda la vida detrás de un mostrador como último recurso y, con mucho sacrificio y haciendo más números que Botín, consiguió darme estudios. ¡Qué mujeres!

        En aquellos años la mujer era, en general, rezadora, aficionada a misas, rosarios, procesiones y novenas. ¿Os acordáis de aquellas capillitas de madera con una imagen de la Virgen dentro, que pasaban de casa en casa ante la indiferencia de los hombres y el fervor de las mujeres? No se puede juzgar con acritud aquellos usos que ahora nos pueden parecer simplezas. Toda edad tiene cosas de éstas; aquélla las tenía y ésta también las tiene. Y peores.

        La mujer de Sahagún era y es avispada y resoluta. Un tanto áspera y propensa a manejar al varón como ella quiere. Vamos, de armas tomar. Y ¡mucho cuidadito con su lengua! Hay que ver con qué intención dice de otra mujer: “¡menudo censo! ¡vaya ciloquio!” Pero, precisamente por su agudeza (y si se toman las debidas precauciones), tratar con ella es una gozada para los que huyen de la mujer empalagosa, sensiblera y sumisa. Eso sí, en los momentos duros y difíciles con que inevitablemente nos castiga la vida, estamos seguros de que podemos contar con ella.

        Es inevitable dedicar unas palabras a aquella infancia, que es la mía. Dicen que nuestro país es nuestra infancia y que en la infancia vivimos; después sobrevivimos. ¡Qué gran verdad! No teníamos móviles ni ordenadores ni balones ni camisetas de fútbol de los equipos punteros. Salvo algunos pocos privilegiados, no teníamos bicicletas; nos apañábamos alquilándoselas los domingos por horas al señor Julián. Teníamos, y a raudales, mucha imaginación, mucha iniciativa y mucha libertad de movimientos. La calle era nuestra. Sin la competencia y el peligro de los coches, que apenas existían, las aceras y las plazas eran el escenario de nuestros juegos: la piúca, los santos, los chapetes, las canicas, los aros… A propósito de los aros, recuerdo la envidia que nos daban los hijos de los ferroviarios, que bajaban por la calle de la estación con sus aros cantarines y relucientes, como hechos en los talleres de la renfe, que no sé por qué se llamaba “el recorrido”.

        El segundo escenario de nuestras andanzas eran los huertos y el campo, el campo más cercano a la población, por su puesto. Al campo y a los huertos íbamos a buscar nidos, a coger moras, endrinas, majoletos y alguna que otra manzana si el hortelano no andaba atento. La gran aventura era el río. ¡Aquellos baños en el pocín, en pelota picada y con gran alboroto! El río (y el ferrocarril) suponían un sinvivir para las madres. Para nosotros, toda una fiesta.

        Podría alargarme con un sinfín de actividades infantiles, algunas juegos de alto riesgo, como las peleas a cantazo limpio, y otros más pacíficos, como el marro, la taina y el banderín. Pero no puedo pasar por alto la actividad más importante: la escolaridad. Sahagún era una España en miniatura y, en consecuencia, la enseñanza se articulaba en dos núcleos bien definidos: la pública y la privada- De la escuela pública, la de las llamadas “Escuelas Nacionales”, no puedo hablar porque no la conozco. La privada estaba gestionada por las Hermanas de la Caridad, para los párvulos y las niñas, y los Hermanos Maristas para los niños de cuatro años en adelante. De mi paso por el parvulario de las monjas sólo tengo vagos recuerdos (sor Victorina, que nos daba regaliz); no sé cómo se las hubieron las mocitas de Sahagún con aquellas monjas de tocas volanderas y pechera almidonada (mis hermanas y mis primas hablaban de sor Emeteria y sor Ignacia, que era de Paredes). No entro en detalles, pero confieso que de mis años en el colegio de los Maristas guardo el mejor de los recuerdos. ¡Aquella vieja Enciclopedia de la editorial Edelvives! Los dictados, las cuentas y la regla de tres, la Geografía con sus cordilleras y sus ríos (Ebro, Júcar y Segura, Miño, Duero, Tajo, Guadiana y Guadalquivir), con sus mares y sus países exóticos, la Historia de España con sus reyes y sus guerras, la Historia Sagrada (Esaú y Jacob, el rey Salomón, Sansón y Dalila…), El libro de España (Gonzalo y Antonio pateando el país en busca de su abuela)… Todo un mundo que se nos grabó en el alma y con el que hoy podríamos ganar algún concurso de televisión. Fueron, sin duda, los años más felices de mi vida. Examino una vieja foto (14 de abril de 1951) en la que veinticinco chavales rodeamos al hermano Julio y me emociono. No doy nombres porque tendría que mentarlos a todos. Allí, en los Maristas, fue donde se fraguaron las grandes amistades para toda la vida.

       En esta panorámica de la vida de Sahagún me quedan muchos temas por tocar. En realidad, no he hecho más que trazar un esbozo de lo que pudiera ser un libro. Me quedo con las ganas hablar del cine, de aquellas películas histórico-patrióticas (Jeromín, Alba de América, Agustina de Aragón, Sin novedad en el Alcázar…), religiosas, sentimentales, folklóricas, de indios y vaqueros, con el inevitable nodo y sus pantanos. Tampoco puedo detenerme en las canciones (rancheras de Jorge Negrete, Mi vaca lechera, Mirando al mar, Doce cascabeles, Camino verde, Mi perrita pequinesa, Campanera, Tres veces guapa…). Aún no había televisión, pero la radio (una “Philips” o una “Telefunken”) cumplía su misión de informar (o desinformar) y remover la sensibilidad femenina con seriales y discos dedicados (“Aquí, Radio Andorra”).

        Todos estos fenómenos sociales no eran específicos de Sahagún. Era toda una España que intentaba cicatrizar las heridas de una cruel guerra civil y vivir como podía. En Sahagún tenemos la suerte de disfrutar de la espléndida labor de reconstrucción que está llevando a cabo José Luis Luna, con una dedicación y un cariño que le hacen acreedor del más cerrado de los aplausos. ¡Enhorabuena y muchas gracias, José Luis!

        No dispongo de tiempo para glosar la figura de los hijos ilustres de esta villa y me limito a aludarlos. Me refiero a hombres de la talla de San Juan, fray Bernardino y fray Pedro Ponce, el que inventó un lenguaje para sordomudos. Hay más. Por ejemplo, el heraldo de Fernando el Católico, Alonso de Torres, o Fernando de Castro, el gran Rector de la Universidad de Madrid. Todos ellos han dado lustre a nuestra vieja villa.

        Dando un salto en la historia, me veo en la obligación de dedicar un recuerdo a unos pocos paisanos nuestros que, desde el cariño y el entusiasmo, nos han ayudado a saber quiénes somos. Acabo de citar a José Luis Luna y lo vuelvo a citar por su impagable servicio de recuperar los materiales que configuran nuestra identidad.

        ¿Cómo no citar también a Juan Manuel Cuenca, hombre humilde y laborioso, que en su libro, Sahagún, monasterio y villa, nos descubrió tantas cosas de nuestro pasado, el remoto y el inmediato?

        También he citado a Millán Bravo, aunque sea para disentir de él en su insistencia en llamarnos “facundinos”. Y vuelvo a citarle ahora para decir que no conozco a nadie más interesado que él por las cosas de Sahagún, sobre todo en lo que atañe al Camino de Santiago.

        Exagero. Conozco a otro que no le iba a la zaga en interés y cariño por Sahagún. Me refiero a Félix Pacho, recién fallecido. Félix era un hombre y un periodista íntegro, cabal y amigo de sus amigos, que sintetizaba lo mejor de nosotros. Andariego, con un pie en América, como fray Bernardino, y otro en la tierra que le vio nacer, yo le definiría como un hombre enraizado, es decir, firmemente afianzado en sus raíces, que son las nuestras.

        Millán era de Las Grañeras y con un pie en El Burgo Ranero. Félix era de Calzadilla, pero atado a Bercianos por el amor de Pilar, su mujer. Y los dos, Millán y Félix, eran, por encima de todo, gente de Sahagún. A mí me ocurre algo parecido. Mi patria es Sahagún, sí, pero también Grajal y San Pedro y Calzada y Galleguillos y Villalmán y Joarilla y Gordaliza…

        Podría ampliar la lista de paisanos que nos honran, pero quiero cerrarla con uno que es para mí muy querido: Jesús Torbado, el hijo de don Cecilio, el maestro. A Jesús, para usar una expresión unamuniana, le duele esta su tierra, le duele mucho, y a ella dedicó uno de sus primeros libros, Tierra mal bautizada, un libro de viajes en que diagnosticó la Tierra de Campos con mucha dureza. Algunos no lo han entendido porque prefieren que les endulcoren la cruda realidad. Hace ahora cincuenta años que Jesús hizo el viaje, y su libro, leído hoy, nos descubre un diagnóstico pesimista, pero certero. En Sahagún hay mucha ruina, ruina gloriosa, pero ruina al fin y al cabo, y o reaccionamos o la agonía de Sahagún y sus pueblos puede acabar en muerte. Así de duro, pero así de claro. Tierra mal bautizada debería leerse en el Instituto como vacuna contra un optimismo insensato y como acicate para nuestra resurrección. No insisto en ello porque estamos en fiestas y estos días toca alegría y diversión.

        Paso adelante, para evocar a otros que no se caracterizan precisamente por su santidad, su sabiduría o su relevancia social. Son gente del pueblo llano, pero con una personalidad peculiar y un carisma que los hacen inconfundibles. Algunos han muerto y otros están felizmente vivitos y coleando. Más de uno de vosotros puede sorprenderse de que los saque a relucir aquí, pero no me quedo tranquilo si no los menciono.

        Allá va el primero. Se llamaba Goyo Linares, “Judío”, para entendernos. Comunista convencido y discutidor, inasequible al desaliento, trapicheaba con antigüedades. Compraba por veinte y vendía por treinta objetos que valían mil. Más de un anticuario se hizo rico a su costa. No tenía sentido del dinero, aunque alguna pillería sí que hacía. Por ejemplo, él mismo me contó que en una ocasión a una señora de Grajal le vendió como antigüedad un cuadro que representaba a un par de niños que intentaban coger unas flores al borde de un precipicio, con un ángel de la guarda que les protegía con las alas extendidas. Doscientas pesetas la cobró; a la semana siguiente la buena mujer le preguntó si tenía otro cuadro igual para una hija y Goyo se lo llevó, por el mismo precio, doscientas pesetas. La señora aún le pidió un tercero y él acabó confesando que por cien pesetas encontraría en la ferretería de Aquilino todos los que quisiera.

       ¿Y qué decir que no sepamos del gran Paulino Estébanez, “Chivero”, mi pariente? Triunfador en cien plazas de toros, sabe pasear su estampa torera, tocado con un sombrero cordobés, de ala ancha, para que todo el mundo sepa que el que tiene delante es un maestro de la tauromaquia. De la multitud de anécdotas escojo una. Paulino hizo la mili en Aviación, en la Virgen del Camino. Pasados los años, dejó las ovejas y se enfundó el uniforme de alguacil o guardia municipal. Era cuando la cafetería de Sergio era también restaurante (¡y con una estrella Michelín!, ¡que se sepa!). Paulino estaba de servicio delante del restaurante cuando se le acercó un militar de la base, que había sido el capitán de su compañía y que le reconoció. Le preguntó que dónde podía aparcar y comer. Paulino le dijo que comiera en casa Sergio y que dejara el coche allí mismo, que no le iba a multar. El militar entró en el restaurante y al ver que había mucha gente, se fue a comer a otro sitio. Cuando volvió, se encontró con la multa en el parabrisas del coche. “Pero, Estébanez, ¿no me dijiste que no me ibas a multar?” “Sí, pero también le dije que comiera aquí y no me hizo caso.” Cosas de Paulino.

        Personajes como éstos me vienen a la memoria unos cuantos, en los que no me quiero detener. Pero no quiero desaprovechar la ocasión para hacer un homenaje a una persona singular, muy querida por mí, imprescindible en el paisaje de la plaza. Se trata de la Carmina la quiosquera. Una mujer espabilada, guapa de cara y diminuta de cuerpo, que se pasó la vida encerrada en los tres metros cuadrados de su kiosco, vendiendo periódicos, cambiando novelas y cogiendo puntos a las medias, otra actividad hoy perdida. Ella nos surtía de cromos y tebeos, a mí de El guerrero del antifaz y de Roberto Alcázar y Pedrín, que fueron mis primeras lecturas, en los que invertía las propinas dominicales que me daban mis hermanas. Yo siempre tuve complicidad con la Carmina y soy testigo de más de una anécdota suya. Una, por ejemplo. Don Ignacio Estévez, suegro de Fraga Iribarne, pasaba el verano en su finca de Valdelaguna y solía venir todos los días a Sahagún. Era hombre muy tacaño y tenía la fea costumbre de acercarse al kiosco, leerse los periódicos (el abc, el Ya, el Pueblo) con el pretexto de ver si escribían algo de su yerno. Al acabar la lectura, siempre hacía el mismo comentario: “Hoy no dicen nada de él”, y se marchaba. Hasta que un día la Carmina le paró los pies: “Mire, don Ignacio, yo le dejo leer todos los periódicos, pero al menos cómpreme uno.” Entrañable mujer, a la que dedico un cariñoso recuerdo.

        Aquí nos darían las uvas si quisiera sacar a relucir a todo este paisanaje que ha dado colorido a Sahagún. Basten con estos botones de muestra como prueba de que somos cualquier cosa menos anodinos.

        He dedicado un buen rato a evocar un tiempo pasado y alguno se estará preguntando a qué vienen estas historias del abuelo Cebolleta en un pregón de fiestas. Lo he hecho a conciencia, convencido de que no debemos olvidar de dónde venimos para saber adónde vamos. Dice una copla flamenca:

                            Padres, agüelos y tíos:

                            con los güenos manantiales

                            se forman los güenos ríos.

        ¡Qué verdad es! Hace unos años hice imprimir una pegatina con los escudos del monasterio y la villa, y un texto de mi cosecha en medio, en el que intenté condensar la esencia de Sahagún:

                            Nos hizo Europa, y un rey

                            nos dio fueros.

                            Dimos pan al caminante

                            y donde estuvimos fuimos

                            los primeros.

        No hace falta que os diga, porque lo sabéis muy bien, quién es el primero entre los primeros: San Juan de Sahagún. A él van dedicadas estas fiestas.

        Tampoco hace falta que os anticipe los eventos organizados para la celebración. Los tenéis todo en los programas. Prefiero mantener el tono que he adoptado desde el principio y dedicar la parte final de mi pregón a evocar las fiestas de San Juan en mis años infantiles, que no difieren sustancialmente de las actuales.

        Llegaban las fiestas de San Juan, al final de la primavera y principios del verano, cuando se producía una explosión de alegría. En una mezcla de lo humano y lo divino, alternaban las novenas, las misas y las procesiones con los bailongos, las vacas y los fuegos artificiales. Si se repasan los programas de fiestas, todos los años se repetían los mismos eventos: partidas de pelota a mano en el frontón de La Pista (aún no había polideportivos ni cosa parecida), dianas y conciertos de la banda de música, bailes amenizados por orquestas locales y foráneas, corridas de toros de “acreditadas ganaderías”, encierros, algún partido de fútbol y alguna carrera ciclista. Y todos felices y contentos.

        El día 12, como siempre, la gran fiesta del año, más importante que la Navidad y la Pascua, dijera lo que dijera la Iglesia y su año litúrgico. San Juan era mucho San Juan.

       La mañana arrancaba con la diana de la banda, aquella banda que recorría las calles para avisar de que aquel día era un día grande. Hace años escribí un artículo para recordar a aquellos músicos y a ese artículo me remito. Eran cuatro gatos (Amador, Froilán, el Colorao, Chóriga, Primitivo, Epifanio, Valentín, Máximo…), con don Adolfo Magdaleno al frente, pero a mí me parecía la Filarmónica de Berlín. Parece que los estoy viendo subir en formación, entre el charol de las gorras de plato y el latón fulgurante de los instrumentos, lanzando al aire la alegría de un pasacalle. Asomado al balcón de mi casa, yo les veía llegar a la plaza y acabar su recorrido a las puertas del Ayuntamiento. Un par de horas más tarde volverían a formar, como soldaditos de plomo, para acompañar a las autoridades a los oficios religiosos en honor del santo, de nuestro santo. Y por la tarde, con las mismas, a los toros.

        El resto de la mañana discurría entre cánticos de Iglesia, con misa y predicador de gran gala, y, a continuación, la procesión, con la reliquia portada a hombros del clero de la comarca, presidida por las autoridades. Y, después de la procesión, música y vermú. Hoy resulta un ceremonial un tanto desvaído; entonces era una explosión de sentimientos, de alegría compartida por todos, absolutamente todos los sahaguneses, que llevaban en andas la imagen de un frailuco santo nacido aquí, a orillas del Cea, y que había conmovido hace siglos a una Salamanca que acabó incorporándolo a su galería de hombres ilustres.

        A propósito de Salamanca. En esa Salamanca rebosante de ciencia y de Renacimiento hay una calle que, en honor de nuestro paisano, lleva por nombre “Tentenecio” (no sé si los nuevos mandamases municipales se lo han cambiado por aquello del laicismo). Todos nosotros sabemos el origen de esa pintoresca denominación. Es una referencia al milagro que obró nuestro santo cuando un toro bravo irrumpió en una procesión y, ante el pánico general, San Juan se plantó ante el toro y le sedó con un enérgico “¡Tente, necio!”.

        Permitidme una anécdota personal a cuento del Tentenecio salmantino. Fue hace años, un verano en que yo di clases en los cursos para extranjeros de la universidad. Como podéis suponer, la abundancia de alumnas extranjeras facilitaba un tipo de actividad extradocente paralela con muy buenos resultados. Estábamos un par de amigos y yo metidos en harina con unas americanas (en Salamanca, en un derroche de fineza, se llamaba a eso “andarlas por la muda”), y al pasar por la calle Tentenecio, una americana nos preguntó qué significaba eso de “Tentenecio”. Mi amigo Peque Cabezas, hombre de teatro y de mucho ingenio, se lo explicó en un pispás, en un inglés lacónico y con acompañamiento de gestos sumamente expresivos: “The saint… bull… stop, es decir, Tentenecio”. Yo no sé lo que entenderían las guiris, pero nosotros no podíamos por menos de celebrar una traducción tan feliz.

        ¡San Juan de Sahagún, nuestro querido “Pelines”! Hasta los que no creen en Dios creen en San Juan. Tótem e icono de nuestra tribu, representa en grado de excelencia lo mejor de nosotros. Por eso año tras año le cantamos, a sabiendas de que es verdad:

                            Tú eres nuestro orgullo,

                            tú eres nuestro honor.

                            Mira ante tus plantas

                            a tu pueblo fiel;

                            mientras él no muera

                            vivirás tú en él.

¡Viva San Juan de Sahagún!

Autor: Joaquín González Cuenca.

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