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Recuerdos de la televisión

 

   
 
   

D e la misma manera que la prensa adquiere el carácter histórico a los cincuenta años, reclamo lo mismo para la televisión. Quiero empezar recordando aquel invento mágico que llegó a Sahagún a principios de los años sesenta. Para mí fue un gran impacto, especialmente si vives semejante acontecimiento a la edad de cinco años.

No sé si fue la primera, pero Marcelino Lera expuso en su tienda de la Avenida de la Constitución un televisor en el verano de 1961.  Los chiguitos de la vecindad rápidamente estrechamos lazos de amistad con Carlitos (su hijo) y eso nos permitía contemplar un espectáculo de inexplicable magia todas las tardes. Marcelino, en un ejercicio de encomiable paciencia, nos organizaba en semicírculo de manera que pudiéramos verla todos sentados en el suelo, sin alborotos.

El ritual empezaba al dar al botón, luego parecía que se veía un punto en el centro de la pantalla verdosa (se están calentando las lámparas, nos decía). La operación llevaba varios minutos hasta que, súbitamente, después de un zumbido o un ruido muy molesto y continuado, se iluminaba la pantalla con unos rayajos que no soy capaz de describir. La diestra mano de Lera manipulaba una ruedita hasta que por fin aparecía la geométrica carta de ajuste y el zumbido se convertía en suave música de fondo.

Aquel verano del sesenta y uno creí haber llegado a la edad más importante de la vida, los cinco años recién cumplidos se veían reflejados en esos cinco aros (cuatro en las esquinas y uno central más grande) que salía en ese cajón mágico que no alcanzaba a comprender. Después, las sorpresas se sucedían como en una montaña rusa y resultaba que había hombres y mujeres pequeñines que intentaban hacer gracia a los niños con unos acentos germánicos que arañaban nuestros tiernos oídos, vírgenes de más idiomas que nuestro materno leonés oriental. Recuerdo a uno que hacía el imbécil con gran soltura y marcado acento alemán.

Un amigo de Sahagún, al que me gusta llamar Juanba, me contaba que durante un tiempo intentó descubrir dónde se escondían los señorines de la televisión cuando salían de la imagen, lo intentó con rápidos movimientos a los laterales del aparato y finalmente concluyó que se quedaban dentro del mismo. De aquella época son los programas que marcaron un antes y un después en nuestro mundo infantil. Marcaron de tal manera que puedo repetir de memoria el final de ‘La Perrita Marilín’, que presentaba una supuesta ventrílocua austriaca llamada Herta Frankel. Invitaba a escribir al programa, los niños en sobre azul y las niñas en sobre rosa, al apartado de correos 5477 de Barcelona.

Desde entonces los escasos momentos de tele se disfrutaban con fruición. Las tórridas tardes veraniegas se adobaban con gloriosas corridas de toros retransmitidas en directo desde la Plaza de la Maestranza al Bar España  por Matías Prats. El bar entero vibraba y los “olés” inundaban las calles vacías. Los chiguitos mirábamos absortos el salto de la rana del Cordobés o la majestuosidad del toreo templado del Viti. El pueblo quedaba desierto y cada vez más chiguitos inundaban la puerta del Bar España, en la Plaza Mayor de Sahagún. Era el momento en el que Tomás (el propietario), con su eterno mandil blanco, salía de la barra para desalojar a la gente menuda, que retorcía el pescuezo para ver un último pase antes de cruzar el umbral de la puerta.

Reconozco que era un privilegiado porque Tomás me daba crédito, yo dejaba que los demás salieran para dar una larga cambiada y pedir:

Un mosto, que ya te lo pagará mi padre

Y me quedaba tan ricamente a ver la corrida entera.

(Juan Giraldo González 30.07.2015. Sahagún Digital)

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