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Sahagún, o la piedra y el barro

Sahagún.  Capitalidad real de esta tierra del barro es la villa leonesa de Sahagún. Báñala el Cea y á escasa distancia corre el Valderaduey, fertilizando ambos ríos su término. Desde la parte más elevada del caserio se alcanza un dilatado paisaje de llanura suavemente ondulada cerrado a Norte por las montañas leonesas. Ilustre historia tiene Sahagún. Como Toledo, al otro lado de la Cordillera central, en Sahagún se ve la huella del dualismo castellano de la Edad Media, del flujo y reflujo de las dos civilizaciones que se disputaban el suelo y el espíritu español. Era de un lado la civilización y la cultura extranjera –europea- importada por los Reyes y la nobleza y representada aquí por un insigne monumento de piedra casi completamente desaparecido: el Monasterio de San Facundo y San Primitivo. Era por otra parte la civilización oriental, el arte popular de los mudéjares, del cual dan testimonio en esta villa varios pobres templos de ladrillo. Aquí, como en Toledo, al lado del monumento de piedra, lujoso, rico, de arte extraño, elévase las humildes iglesias de tierra cocida, de honda raigambre en el alma popular.

Fue en el siglo IX, en tiempos de Alfonso III el Magno, cuando la antigua capilla situada en la ribera del Cea, donde descansaban los restos de los Santos Facundo y Primitivo, reedificóse por el abad Alfonso, monje mozárabe emigrado de Córdoba, quien levantó también casas donde morasen los monjes y hospicios para recibimiento de peregrinos. La arquitectura cordobesa presidió á estas construcciones, que entonces los reinos cristianos, más impuestos en las faenas de la guerra que en las pacíficas labores de la cultura, pedían prestadas sus formas al arte andaluz, y monjes mozárabes fundaban numerosos cenobios en Castilla, en los que el arco de herradura cobijaba los altares y decoraba  las páginas de los códices de la Sagrada Escritura que en ellos se copiaban.

Poco más tarde, apagado el foco espléndido de la cultura cordobesa, los Reyes castellanos vuelven los ojos al Norte favoreciendo la introducción de la renaciente civilización europea. Tal ocurrió en el siglo XI, en tiempos de Alfonso VI, época en que se produce en Castilla un intenso movimiento de germanización.

Uno de los Monasterios reformados entonces, fue este de Sahagún. Alfonso VI rogó al Santo abad de Cluny, Hugo, el envío de algunos monjes que enseñasen la religión, costumbres y ceremonias de aquel cenobio francés en el de los Santos Facundo y Primitivo, llegando á ser este Monasterio el foco de la influencia cluniacense en España.

Consagróse su iglesia en 1098, estableciéndose una villa á su alrededor. Para poblarla acudieron burgueses de todas partes, á los que concedieron grandes privilegios. Como en Toledo, se encuentran en Sahagún gentes del Sur y del Norte, de las más diversas razas y religiones: castellanos, moros, judíos, gascones, bretones, alemanes, ingleses, borgoñones, normandos, tolosanos, lombardos, ligures.

Fue en este siglo XI y en el siguiente cuando levantóse la gran fábrica del Monasterio por obreros probablemente extranjeros, con piedra traída de lejanas canteras, con formas nacidas en el país franco. Así surgió, en medio de la villa del barro, entre el caserio de tapial y de ladrillo, este monumento insigne y exótico, el más importante Monasterio de Castilla y de León. En él enterráronse Alfonso VI y sus mujeres; colmado de mercedes y privilegios, llegó á poseer enormes bienes inmuebles, ejerció dominio sobre dilatados territorios y su abad llegó á acuñar moneda y á otorgar fueros tiránicos.

Mientras la realeza, el alto clero y los nobles protegían y ayudaban á la construcción del Monasterio, el pueblo, en el que aparecen pronto castellanizados los extranjeros, mantiénese extraño á su edificación, ajena la aspereza del alma popular al arte románico francés primero y al gótico más tarde. El pueblo, para edificar sus templos, trabajaba con los recursos del país: ladrillo y toscas maderas, en su arte tradicional, y cuando busca inspiración fuera de sí mismo, vuelve los ojos hacia el Mediodía renovándose con influencias andaluzas. Dan testimonio de ello en Sahagún cuatro iglesias mudéjares de ladrillo, con armaduras de madera: San Tirso, del siglo XII; San Lorenzo y Santiago el Mayor, del siglo XIII, y la Peregrina, del XIV. Sus muros y pilares son de la misma tierra removida para excavar sus cimientos; sus artífices, los obreros que viven á su alrededor; sus procedimientos constructivos, los sencillos y seculares de la región. La misma oposición que en la vida artística, dase en la historia medioeval de la villa. Toda ella es una serie inacabable de luchas, disputas, tropelías, crímenes y querellas entre el abad y los monjes del Monasterio, señores de Sahagún, los burgueses deseosos de conquistar las libertades municipales y los villanos y mezquinos, yunque siempre dispuesto á los golpes de los otros dos bandos. Las Crónicas nos cuentan detalladamente estas largas luchas.

Hoy de tan insigne y opulento Monasterio, de aquella espléndida fábrica labrada en piedra con grandiosidad y lujo extraordinarios, tan sólo ruinas insignificantes quedan. Vendido como bienes nacionales en el pasado siglo, cuando la Desamortización, derribóse, y sus sillares esparciéronse por caminos y lugares, convertidos muchos en polvo de carreteras.

Quedan en cambio casi intactas las viejas iglesias de material tan pobre y deleznable como es el ladrillo. Sus torres elévanse sobre la llanura, cobijando las campanas que llaman á los fieles al Santo Oficio. Los templos humildes han sobrevivido al lujoso, y en ellos arrodillanse aún hoy los devotos, mientras las naves del Monasterio son un yermo solar.

Sus burgueses y villanos viven en paz. El tiempo encargóse de ir fundiendo gentes extrañas y dulcificando antagonismos. Castilla acabó por imponer á todos su fuerte acento. Por allí no pasan ya gentes de remotas tierras camino de Compostela. En las noches serenas todavía se ve en el Cielo la faja blanquecina –Via Láctea- que guiaba á los peregrinos de antaño, pero hoy dia no es simbólica trayectoria para los devotos.

Sahagún vive en calma y quietud, dedicada á los nobles afanes de la agricultura. Al comienzo del Otoño, en los días dorados y serenos de Octubre, cuando el trigo está ya en los graneros y empieza á recogerse el fruto de las vides, parece vivirse aún en los remotos tiempos de Alfonso VI, cuando dice una vieja Crónica anónima: “Cada uno había paz y se gozaba de gran seguridad, y los viejos se sentaban alegremente bajo su vid é higuera tratando con gran placer de la paz, la cual entonces mucho resplandecía; los mancebos y vírgenes traían grandes danzas y alegres bailes en las encrucijadas de los caminos, habiendo gran placer y tomando consolación de la flor de la juvenil edad, y la tierra misma se alegraba de sus labradores, como ellos se gozaban de la misma tierra… Leopoldo Torres Balbás.

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