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Esta noche ha caído una helada terrible, aún tengo la cara cubierta por la escarcha que me da una cierto aspecto de panadero enharinado. Este invierno ha sido duro a pesar de no haber nevado y tengo los huesos molidos de tanto frío.

Desde luego, prefiero la primavera, cuando los pajarillos se me posan en la cabeza y la picotean haciéndome cosquillas. Además me hacen compañía, pues siempre me cuentas alguna historia de remotos lugares, otros  me cantan canciones con su trino celeste y prolongado.

En verano paso algo de calor en agosto, pero mis achaques óseos mejoran notablemente y me encuentro mucho más alegre. La plaza y la avenida se llena de gente que viene a pasar las vacaciones de verano y estoy mucho más entretenido.

Los niños se acercan a jugar a mis pies y, a veces, se me quedan mirando muy serios, como si les diera miedo, eso me molesta. Otros me miran y se sonríen preguntándose quien será ese señor tan formalito, eso sí que me gusta y reconforta, pues yo, cuando era joven, era una especie de maestro de idiomas y tenía mucho trato con ellos.

Ahora veo pasar a la gente, unos lentamente saboreando el paseo, otros corriendo para mantenerse en forma, y me siento inútil condenado a esta fastidiosa inmovilidad; en fin, me consuelo pensando en otros tiempos, la nostalgia es mi deporte preferido y el único que puedo practicar con libertad.

Cuando llega el otoño, la gente se va y el pueblo se queda con los vecinos de siempre. Las hojas de los árboles van cayendo y se arrastran lentamente hasta mis pies susurrando la eterna canción de la naturaleza.

La lluvia cae pausada y me moja lentamente, se forman gotas en mi nariz que van cayendo con sonido acompasado después de que ha escampado, los peatones pasan rápido refugiándose bajo los paraguas que a veces el viento gira jugando con las varillas.

Me gustaría poder jugar con los niños cuando se me acercan o pasear con algún vecino, refugiarme debajo de un balcón para cobijarme de la lluvia o acercarme hasta la plaza del Ayuntamiento los días de fiesta para escuchar la música, pero no puedo por culpa de la rigidez de mis huesos que son como de piedra.

Por cierto, se me olvidaba presentarme, me llamo Bernardino y nací en Sahagún (León) el año 1499, me hice fraile y de joven marché a Nueva España, allí aprendí el nahualt, la lengua de los aztecas, llegando a escribir un tratado sobre sus costumbres titulado Historia General de las cosas de Nueva España, por lo que soy considerado por algunos como el padre de la etnografía, abandoné mi cuerpo carnal en el año 1590 en México.

Ahora vivo en una plaza de mi pueblo natal, pero echo de menos el estudio y la lectura, no puedo hacer otra cosa que mirar lo que pasa a mi alrededor, la biblioteca me queda lejos.

Desde la puerta de la relojería de sus tíos hay un chaval de unos doce años que me observa, parece que con cariño, en sus ojos veo que viene de un pueblo que se llama Castelldefels (Barcelona), rodeado de mar y montañas; eso me recuerda mi vida en México. Quisiera acercarme a saludarle para paliar mi soledad, pero la quietud de la piedra me lo impide, pues soy una estatua y no puedo bajar del pedestal.

                                                                                                    Gerardo Guaza. 2007

 
 
 
 
 
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