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Cuenta la leyenda que con motivo de una fiesta organizada por el gobernador Ático en honor de alguna divinidad romana, un sofista denunció públicamente que en la zona habitaban dos jóvenes cristianos que habían reiterado su desprecio por aquella idolatría. Llamados ante la presencia del gobernador, ambos jóvenes proclamaron su fe y, tras una larga serie de terribles torturas, murieron decapitados. Sus cuerpos fueron arrojados a las aguas del río Cea, que los arrastraron hasta cierto paraje no lejano, donde algunos cristianos les darían sepultura. Andando el tiempo, triunfante ya el cristianismo como religión imperial, el lugar de la tumba se convertiría en santuario venerado por los fieles de estas y otras comarcas vecinas.