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LOS RESTOS DE ALFONSO VI EN SAN FACUNDO, JUNTO A SUS ESPOSAS

A partir de 1086 se suceden los grandes descalabros bélicos de Alfonso VI, bajo el poderío de los almorávides. El 23 de octubre de ese año tuvo lugar la derrota de Zalláka, durante la que una fuerte puñalada enemiga atravesó la loriga del monarca, cosiéndole el muslo a la silla de montar, siendo aquella herida fuente de luz para la ulterior identificación de los restos mortales de Alfonso VI en Sahagún. Al desastre de Zalláka siguió el de Aledo en 1090, el de Consuegra o Alcira en 1097 –donde murió el hijo del Cid-, el de Valencia en 1102, para finalizar con el de Uclés en 1108, que se llevó por delante la vida del único hijo varón, que el monarca había tenido en su matrimonio con la mora Zaida. Llegada la noticia a oídos del rey, nos dicen las Crónicas que rompió en lamentos, llorando inconsolable al idolatrado hijo de este modo:

“¡Ay, meu filo, ay, meu filo! Alegría de mi corazón e lume dos meos ollos é solaz de miña vellez. ¡Ay, meu espello, en que yo me soya ver, e con que tomaba moy grande pracer! ¡Ay, meu heredero mayor! Caballeros, ¿hu me lo dexastes? ¡Dadme meu fillo, condes!”

Lágrimas y lamentos que habrían de prolongarse por mucho tiempo, aún después de ser traído el infante Sancho a San Facundo, donde fueron sus restos mortales sepultados junto al sepulcro de su madre. Precisamente, su lápida sepulcral prende hoy todavía lumbres de historia a la historia de España, conformando la grada del altar mayor, en el presbiterio de la capilla de san Juan de Sahagún. Y fue tan duro el golpe, que también hirió de muerte al anciano emperador; de tal modo que, un año después y al amanecer el 1 de julio de 1109, dejaba de existir el rey en Toledo, desde donde fue traído a San Facundo su cadáver, siendo sepultado aquí el 12 de agosto de ese mismo año, tal y como lo tenía dispuesto y testamentado Alfonso VI desde 1080, cuando determinó : ESCOGÍ PARA MI SEPULTURA A SAN FACUNDO, POR DEMOSTRARLE, AÚN EN LA MUERTE, EL MUCHO AMOR QUE LE TUVE EN VIDA.

En Sahagún, por consiguiente, fueron sepultados los restos mortales de Alfonso VI, con el esplendor y el llanto que nos describe minuciosamente el Cronista Anónimo, quien estuvo presente tanto a la muerte del monarca en Toledo, cuanto a su sepultura en la abadía de San Facundo. Y lo fueron en un sepulcro suntuoso, junto a los que guardaban los restos también de cuatro de las seis esposas que tuvo el rey. Punto éste de las mujeres de Alfonso VI que constituyó un gran laberinto para el P. Flórez, al tratar de descifrar legitimidades y sincronizar años y nombres en los caminos afectivos del emperador, y que nosotros hilvanamos así, después de compulsar los documentos de Sahagún, por la importancia y gloria que el tema para Sahagún encierra.

La primera esposa de Alfonso VI fue la reina Inés, oriunda de Aquitania, con la que se casó en 1072, habiendo fallecido en 1078 y siendo sepultada en San Facundo, cuando era abad don Julián. Tras un año de viudez y buscando la descendencia que doña Inés no le había dado, matrimonió el monarca con Constanza de Borgoña, en mayo de 1070, siendo reina durante 13 años y muriendo en 1092, después de haber dado en descendencia a Alfonso VI seis hijos, de los que solamente sobrevivió la infanta doña Urraca, quien, en dote de bodas, recibió el reino de Galicia y el señorío de Grajal de Campos, al casarse con el conde Raimundo de Borgoña, para ser luego sucesora de Alfonso VI en los regimientos del imperio. La reina doña Constanza fue también sepultada en San Facundo.

Promediado el año 1093, matrimonió el monarca con Alberta o Bertha, noble dama de Lombardía y emparentada con la Casa de Borgoña. No dio descendencia alguna a Alfonso VI, muriendo en 1095 y siendo sepultada asimismo en San Facundo. En este mismo año casó el rey con la mora Zaida –hija de Al-Motámid o Abenabeth de Sevilla-, la que por algún tiempo  fuera concubina de Alfonso VI, y que, convertida al cristianismo, se bautizó con el nombre de Isabel, viniendo a ser la cuarta esposa legítima del Soberano. De Zaida recibió el rey en descendencia al único y tan ansiado hijo varón –el infante don Sancho-, muerto en la batalla de Uclés, como dejamos señalado más arriba; y, habiendo fallecido Zaida a 12 de septiembre de 1099, siendo sepultada también en San Facundo, volvió a matrimoniar Alfonso VI, este mismo año, con una princesa de Francia, cuyo nombre fue asimismo Isabel, lo que causó –a nuestro parecer- gran confusión en los historiadores, que trataron de abrirse luz en la intimidad sentimental del monarca castellano. De esta Isabeth o Isabel le nacieron a Alfonso VI dos infantas, doña Sancha y doña Elvira, muriendo la reina en 1107. No fue sepultada en San Facundo y si en León. Finalmente, en 1108 casó por sexta vez el rey con Beatriz, de la casa real de Este en Francia, la que, al morir en 1109 el anciano monarca, se volvió a su patria, sin dejar rastro alguno en la diplomática de Sahagún.

Aparte de ellas y de 1078 a 1080 estuvo Alfonso VI en relaciones con doña Jimena Núñez de Guzmán, la que le dio dos hijas: Elvira, que casó, más tarde, con el conde Ramón de Tolosa, y Teresa que casaría con el conde Enrique de Borgoña, llevándose en dote el condado de Portugal, al que su hijo, Alfonso Enríquez, alzaría en reino independiente, después de que la madre hubo tramado mil ardides de rencor por los reinos de León y de Castilla, durante el imperio de doña Urraca.

Los sepulcros, tanto de Alfonso VI como los de las reinas Inés, Constanza, Bertha y Zaida, ocuparon un lugar de preferencia en la llamada iglesia de mirífica grandeza o capilla de San Mancio, hasta que se concluyó –finalizado el siglo XIII- la monumental basílica de Sahagún. Fue entonces cuando a ella fueron trasladados, ocupando los sitiales de honor que nos relata Ambrosio de Morales, diciéndonos de tumbas de mármol blanco, cubiertas de pizarra negra, con tapices de Flandes y buenos festones con las armas de Castilla y de León, a los que hacían guardia leones grandes de alabastro. Por su parte, Escalona nos habla de esplendencias sepulcrales, como puede tenerlas en España el más glorioso de los reyes, lo que hizo desistir a Felipe III de llevárselos al El Escorial, cuando personalmente se presentó en la abadía con aquel fin en 1602, acompañado de la reina Margarita de Austria. Y allí estuvieron hasta el año 1810, cuando basílica y abadía quedaron incendiadas y derruidas, durante la Guerra de la Independencia, y cuando –más tarde- el abad Fr. José Sáenz de Escalona hizo que se guardaran en la cámara abacial, donde estuvieron hasta el año 1821, año en el que el gobierno constitucional de Fernando VII expulsó de Sahagún a los monjes. Que viendo entonces el abad Sr. Ramón Alegría que no era posible trasladarlos a lugar más seguro, determinó depositarlos en unas cajas de madera y en una sepultura abierta en la pared meridional de la capilla de Nuestra Señora de las Angustias, al altar del Divino Crucifixo, según reza el acta que se nos proporcionó –últimamente- por las Madres Benedictinas.

En 1823, Fernando VII permitió a los monjes volver a sus diezmados reductos, y volvieron a reanudarse las obras de la abadía de Sahagún, con la reconstrucción de su basílica, según los planos del arquitecto P. Miguel Echano. Basílica, en la que los restos de Alfonso VI y sus mujeres habrían de ocupar lugares de privilegio, por más que todavía ocultaban realezas en el escondido muro de la capilla de Nuestra Señora. Hasta que el 19 de diciembre de 1834, al abrirse en aquella pared mortuoria un lugar para sepultar al recién fallecido P. Bernardo Mármol, descubriose el secreto, ordenando entonces el abad Bernabé Álvarez Balsinde recoger la urna de madera, en que estaban los restos de Alfonso VI y sus auténticas, además de la otra caja igual –con cuatro compartimientos- y en la que se custodiaban los de sus cuatro esposas, y reservarlas en el archivo abacial. Extinguida la abadía en 1835, el propio abad puso a buen recaudo los despojos reales, encomendando su custodia a las Monjas Benedictinas de Santa Cruz de Sahagún, quienes –con cariño y devoción- supieron ocultarlos a la curiosidad, durante 74 años, según apunte de Diaz-Jimenez, siendo el mismo autor quien añade –luego de comentar la auténtica hallada en 1910, en el monasterio de Benedictinas y junto a los restos reales- que tienen a favor de su autenticidad una tradición no interrumpida y el examen científico, osteológico e histórico, verificado entonces.

Diez años más tarde –en 1920- ante la insistencia de la ciudad de León por llevarse los restos del monarca fundador de Sahagún al panteón de los reyes de la Colegiata de San Isidoro, Alfonso XIII cortó aquellos intentos con una prudente, sabia e histórica disposición: Cúmplase la voluntad del regio testador. Pero, todavía tres décadas después, ante nuevas insistencias de León y recientes reclamos de Toledo, hubieron de sacarse del claustro monacal ambas cajas y exponerlas al turismo, al espíritu de la investigación y a los ojos de la historia, situándolos en la capilla de las Benedictinas de Sahagún. Para ello, con la lápida que llevaba esculpidos los nombres de las reinas, se hizo un panteón de mármol, en el que se introdujo aquella caja de los cuatro compartimientos, que contenían los restos mortales de las reinas Inés, Constanza, Bertha y Zaida; mientras que los de Alfonso VI quedaban en el sarcófago de piedra –denominado sumidero-, según se cree su primer sepulcro. Así consta por acta notarial, fechada en Sahagún a 17 de febrero de 1954, la que las Madres Benedictinas guardan, habiendo copia de la misma en el Ayuntamiento de la Villa.

(Juan Manuel Cuenca Coloma. Sahagún Monasterio y Villa. Pg.37 a 40)

 

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