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Estaba en el servicio militar cuando recibí la llamada de mis padres. Subí a la nave donde dormía con el resto de mis compañeros y me senté en la parte de abajo de una de las literas de tres camas que en hileras cubrían la totalidad de la nave. Con la cabeza entre las manos me puse a pensar en la conversación que había tenido con mis padres. Mi abuela Emiliana estaba enferma, ya tenía ochenta años y una vida de trabajos incesantes la había ido desgastando poco a poco, pero con la persistencia del tiempo que es incansable y pertinaz como las olas que reducen la piedra a una playa arenosa.

            Esa semana tenía franco de ría, es decir, libraba el fin de semana y me podía ausentar del cuartel. El sábado por la mañana nada más oír el toque de diana me levante, me vestí, formé en el patio de armas con mis compañeros para pasar revista y salí hacia la estación de Chamartín con el petate blanco al hombro y cogí una unidad con dirección a León.

            Al bajarme del tren a mediodía mi padre me estaba esperando en la estación de Sahagún. Después de saludarnos fuimos subiendo poco a poco hacia la casa de mi abuela. Mientras caminábamos me fue explicando que mi abuela había mejorado y que ni siquiera permanecía en cama ya. Había sido un resfriado muy fuerte, del que por el momento se había recuperado.

            Subimos a buen paso, ya que era el mes de noviembre y hacía frío. Yo iba vestido de uniforme y con el cuello del chaquetón subido. Los árboles mostraban sus ramas desnudas que parecían dedos entumecidos señalando hacia el cielo. En el horizonte unas nubes lenticulares se movían, empujadas por el viento, a través de los páramos infinitos solo interrumpidos por una lejana montaña a la que llaman La Peña.

            Cuando llegamos a la plaza de toros empecé a ver a lo lejos la casa, un cubículo encalado de blanco con un tejado a dos aguas cubierto con tejas árabes. En la fachada que da a la plaza de toros había dos ventanas cubiertas con unas persianas verdes levemente cuarteadas por el sol, la lluvia y el viento.

Llegamos al pequeño porche también cubierto de tejas árabes y sostenido por dos columnas de ladrillo. Mi padre abrió la puerta de dos hojas horizontales típicas del pueblo y entramos en la casa.

            Avanzamos por el corto pasillo hasta la puerta que está a la derecha y que da paso a la cocina. Mi padre abrió el cierre metálico que consistía en una barra metálica que se encajaba en otra pieza con una muesca cuando se giraba un huso metálico que había por la parte de dentro. Este mecanismo hacía un ruido característico que puedo recordar todavía perfectamente.

En la cocina a la derecha estaba la chimenea, que ellos llamaban humero y al lado en una silla, pequeña de madera y anea, estaba sentada mi abuela toda vestida de negro y tocada con un pañuelo también negro. Yo siempre la he recordado así. Cuando murió mi abuelo yo tenía siete años y ya habían pasado doce, pero yo siempre la recuerdo vestida de negro o de gris.

Miró hacia arriba para observarme desde su único ojo –el otro se lo habían quitado por causa de una enfermedad que sufrió hacía años-, un ojo que abrió la luz a principios de siglo y que había visto pasar la Guerra Civil, la miseria, el estraperlo, la vida y la muerte de seres queridos, los trigos en verano y las nieves en invierno. Me agaché para abrazarla y besarla en esos pómulos salientes que eran lisos y suaves y desprovistos de las arrugas que surcaban otras partes de su cara.

Después de saludarnos cogí el petate donde llevaba la ropa civil y fui a ducharme a casa de mi tío Fermín que había fallecido el año anterior en un accidente de tráfico, Crucé el puente del ferrocarril sujetándome el lepanto porque allí siempre corría el aire, ya que las vías estaban en una hondonada  y allí se encajaban los vientos sacudiendo al caminante. Desde allí, muchas veces, apoyado en las barandas, había visto los atardeceres que solo pueden verse en esos páramos interminables como el mar. Las nubes y el sol al ocultarse formaban todas las gradaciones posibles del rosa y del azul transportándote  hacia un bienestar inefable.

Después seguí bordeando la iglesia de la Santísima Trinidad, una mole de ladrillo ocre adornada en su tejado con un nido de cigüeñas, y dejando a un lado la iglesia de San Juan de Sahagún y su fachada blanca y amarilla de estilo neoclásico; pasé por delante de la fábrica de gaseosas de Ursino Alonso con su olor característico, que recuerdo como si fuera ahora, y bajé por la calle de Correos hasta llegar a la casa donde estuvo durante muchos años la relojería Vifer. Vifer significaba Vicente y Fermín, que era el nombre de los dos hermanos de mi madre que se asociaron para regentar el negocio.

En la casa me recibió mi tía Concha y allí me duché y me cambié. Después de quitarme los aromas cuarteleros volvía a subir a casa de mi abuela, pues ya se había hecho la hora de comer. Cuando llegué el cocido ya estaba a punto, durante toda la mañana se había estado haciendo al calor de la lumbre formada por cepas y paja para prender. Siempre recuerdo a mi abuela moviendo las brasas con las tenazas y arrimando los pucheros que descansaban encima de las trébedes metálicas y ennegrecidas por el uso.

Después de comer y de estar charlando con mi familia me eché un rato la siesta. A la tarde iríamos a la misa de aniversario de mi tío Fermín a la iglesia de San Lorenzo. Como hacía frío me puse el chaquetón azul de la Marina encima de la ropa de civil. Volvimos a casa, cenamos y estuvimos hablando hasta tarde. Mi abuela cenó poco, apenas unas sopas de ajo y poco más. Al mirarla vi que el tiempo estaba acabando con las energías y la fuerza que siempre tuvo para sobreponerse a todo.

Al día siguiente era domingo y me levanté tarde. Fui a dar una vuelta por el pueblo y a ver a mis tíos. Entré en La Codorniz a tomar una cerveza. Allí iba siempre mi tío Victorino, el marido de mi tía Irene, a jugar la partida. También, cuando íbamos en verano, iba allí con mi padre a tomar el café y a ver jugar a los parroquianos a las cartas y al dominó.

Después de comer el arroz típico de los domingos me eché un rato la siesta, por la tarde tenía que volver al cuartel y decidí ir con el uniforme para no tener que cambiarme en una de las pensiones con olor a humanidad donde solíamos ir cuando salíamos a dar una vuelta por Madrid.

Cuando ya estaba preparado fui a despedirme de mi abuela, antes de abrazarnos se puso a rebuscar en un monedero viejo que tenía y sacó un billete de mil pesetas que tenía dentro perfectamente doblado. Me dijo que estaba muy guapo con el uniforme y creí ver una lágrima en su único ojo, con el que me miraba orgullosa.

Cogí el billete con cuidado, le di las gracias y lo guardé lentamente en mi billetera. Después me abracé a ella y la besé en sus suaves pómulos que la edad no había conseguido surcar y nos despedimos.

Mis padres me acompañaron hasta la estación de ferrocarril, un lugar donde el viento frío se hace notar en los andenes y obliga a la gente a refugiarse en la sala de espera hasta que anuncian la llegada del tren en cuestión. Antes de llegar el tren me abracé y me despedí de ellos. Subí y desde la ventanilla les dije adiós con la mano.

El viaje de ida se me hizo corto por la ilusión de ver a mi familia. Pero el de regreso se me hizo muy pesado pensando que volvería a estar encerrado en las paredes del cuartel y alejado de mi mundo.

Cuando llegué me cambié de ropa y me puse el uniforme de faena. Me senté en la litera de abajo después de guardar la ropa en la taquilla y saqué la billetera. Saqué el billete de mi abuela y lo desdoblé lentamente, en su superficie verde se marcaban las arrugas de los dobleces. Su superficie verde me recordó los trigales en verano y pensé que esos campos los vería mi abuela de joven con sus dos ojos intactos, con la sangre de la juventud iluminando su cara. Y también pensé que luego vería los trigales dorados y los rastrojos después de la cosecha. Y luego la tierra ocre oscuro que, poco a poco, se iría cubriendo con una capa de escarcha y, más tarde, con una capa de nieve. Y que miraría desde su ventana los ciclos del tiempo año tras año mientras trabajaba y sacaba a sus hijos adelante. Y también pensé en como sisaba dinero al abuelo para poder comprar alguna ropa especial a sus hijos y en aquel año que mi madre le pidió un cabás para ir al colegio y le dijo que ese año no podía ser.

Volví a guardar el billete en la cartera y la guardé en la taquilla. Luego me subí a mi tercera litera y me dormí pensando en mi abuela, en mi familia, en el pueblo, en el paso del tiempo…

No sabía en ese momento que mes y medio más tarde y empezando el año 1982 mi abuela dejaría este mundo y no podría ir a despedirme de ella porque el cuartel estaba sin personal por el segundo turno del permiso de Navidad. Cuando ella se fue ya no tenía su billete, pero tenía y tengo aún su recuerdo muy presente en mi alma. Han pasado cuarenta años y una foto de carnet en blanco y negro apoyada en unos libros de la estantería de mi dormitorio me la recuerda siempre.

Gerardo Guaza González. 10.2022

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