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PREGÓN SEMANA SANTA

SAHAGÚN, 2012

 

Excmas. Autoridades

Sras. y Sres.

Queridos amigos y paisanos

 

 

Iba de muchacho a los Oficios cuando aún estaba todo por escribir. Vestía pantalón corto, tenía muchos miedos y el corazón andaba en ayunas. No podía imaginarme que algún día, después de tantos años, volvería aquí para hablar de aquellas sensaciones primeras, de aquel dolor que entonces se me antojaba como una rara ficción, después, como digo, de tanto ir y venir, de tantos andenes con maletas escuálidas de estudiante con cara de atontado tras una larga noche de tren.

Pero aquí está uno, cruzando este país para ser hoy uno más entre vosotros y hablaros con palabras sencillas y en tono coloquial de aquellas impresiones que se grabaron indeleblemente en el corazón destartalado de un adolescente que entonces no alcanzaba a saber adónde le habrían de llevar los vientos, a veces tan cambiantes, de la vida.

Antes de proseguir me gustaría mostrar mi sincero agradecimiento a la Cofradía de Jesús Nazareno por distinguirme con su invitación a leer el Pregón de esta Semana Santa. Espero estar a la altura de las circunstancias, a la de las personas de relieve y de talento que me han precedido, y no defraudaros con mis palabras.

La primera consideración que quisiera traer aquí es recordar una sencilla historia, tan sencilla que parece un cuento oriental, pero que ella sola cambió el mundo. Ésta ya la conocéis, se ha contado de muchas maneras, pero en esencia dice: hace ya más de dos milenios vivía un hombre que sólo vivió treinta años. Era hijo de un discreto carpintero, nació en un pequeño pueblo y vivió en otro hasta que cumplió los treinta. Nadie supo nada de él durante ese tiempo. Predicó entonces durante tres años. Nunca tuvo una familia, ni un hogar propio, ni vivió en una gran ciudad. Nunca viajó más allá de doscientos kilómetros de su lugar de nacimiento. Jamás escribió un libro, ni abrió una oficina, ni fundó una compañía. La opinión pública se cebó con él y sus amigos le dieron la espalda. Él perdonó a sus enemigos y fue crucificado entre dos ladrones.

Al morir, sus ejecutores se sortearon lo que era su única propiedad, su túnica, poco antes de ser enterrado en una tumba.

Han pasado veintiún siglos, dos mil años largos, y ese sencillo hombre es hoy la figura central para gran parte de la humanidad. Todos los ejércitos que han desfilado, todas las armadas que han navegado, todos lo reyes que han reinado, juntos, nunca tuvieron la misma influencia sobre la vida de los seres humanos que tuvo ese hombre de vida solitaria y retirada.

En esta pequeña historia  sienta sus fundamentos el cristianismo. De lo que se va a hablar aquí es de lo que dentro de una semana vamos a celebrar; de la pasión, muerte y resurrección de ese hombre sencillo y solitario que se llamaba Jesús, el que cargó sobre sus hombros el peso del mundo y todavía está esperando que le ayudemos como tan generosamente lo hizo el cireneo.

Como he contado en algún otro lugar, yo descubrí el fogonazo de la Semana Santa siendo aún niño, de la mano de mi madre que me llevaba a los oficios. Mi primer recuerdo es un recuerdo que tiene la desmesura de lo que no se alcanza a comprender y  la vieja costumbre de la Isa dejó a mis pocos años  con el asombro y la extrañeza prendidos en los ojos. De todo ello contaba entonces lo que sigue:

No alcanzo a recordar aquel día en que mi madre me llevó por primera vez a la plaza de san Lorenzo para ver dar la “ISA” a los forasteros en la mañana del Viernes Santo. Vivíamos entonces en la Ronda del Ferrocarril, en una vieja casa labradora que ya no existe y que mi padre había alquilado a  Don Vicente Medina junto con su tierra de labor, mientras él seguía su brillante carrera militar en Madrid. La casa estaba situada frente a la Neverica, esos tajos desolados en invierno, al final de la cuesta, muy cerca de la de Luis Soria que vendía piensos compuestos y al lado del corral donde encerraba su rebaño Vicente, hijo de la señora Paula, la “Titona”.

No sabía en qué consistía aquella costumbre ancestral ni por qué se le denominaba con ese nombre tan raro e inquietante. Después llegué a pensar que quizá se tratara de una iniciativa de alguna Isabel agraviada por un novio malvado de la cofradía o que fuera una simple costumbre de gente brava para desahogo de penas y quebrantos. Pero entonces iba expectante y contento, deseando llegar a la parroquia para  contemplar aquella enormidad.

Al embocar la plaza nos recibió el agónico sonido de la trompa, aquella vieja y achacosa bocina siempre tocada con más pasión que maña por voluntariosos aficionados. La gente se agolpaba formando un semicírculo, casi pegada a las fachadas de las casas. Todo el mundo miraba las puertas cerradas a cal y canto de la Capilla de Jesús. Llamaba la atención que mientras el portón de la parroquia colindante se presentaba franco y expedito, sin embargo, el de la capilla donde se encerraban los pasos se nos mostrara tan llamativamente cerrado, con esa contundencia trapense de los portones gastados que han contemplado inviernos y revueltas sin piedad. Entre los jóvenes corría el nerviosismo y la inquietud y al rato comenzaban a moverse y a correr con euforia desusada tras algún forastero madrugador o tras algún amigo que procuraba el abrigo de la multitud. Iban en pequeños grupos y cuando daban caza al colega previamente señalado lo llevaban a horcajadas en forma de ariete romano y tomando una generosa carrera arremetían con sus pies contra las puertas de la capilla, repitiendo varias veces la faena, hasta que lo soltaban asustado y destartalado e iban a por otro tras breve recuperación del resuello. Los topetazos retumbaban en el portón y en su terca insistencia parecían poder vencerlo. La trompa sonaba trágica y la gente reía y hasta se animaba con el aplauso. Este rito ancestral, un tanto tosco y bárbaro, de gritos y carreras podía prolongarse un par de horas hasta que corredores y arietes quedaban exhaustos.

La “ISA”, entonces, era aquello que mis ojos de niño contemplaban con el corazón encogido. Pensaba que aquel juego era cosa de bárbaros, de gente de pendencia y de taberna de la que había que huir y ponerse a buen recaudo. Me aferraba con fuerza a la mano de mi madre mirando con temor y recelo a aquellos gladiadores que resoplaban y piafaban cual caballos desbocadas. Y es que en aquellas vueltas y revueltas, en aquellas alocadas carreras brillaba la chispa de un rito festivo ancestral, donde la fuerza bronca de la juventud se mezclaba con el componente festivo del alcohol y el luto próximo de la Pascua. Aquella amalgama de fiesta celebratoria y dolor con su componente pagano y cristiano es lo que entonces el niño asustado no alcanzaba a comprender. A las puertas de la Pasión y muerte del Señor aquello se le antojaba un juego descomunal e incomprensible, más cercano a la barbarie que a la civilizada e íntima piedad cristiana. Habrían de pasar los años para que aquel chaval alcanzara a ver el lado pagano del rito y su bronco significado. La fiesta y la religiosidad han ido siempre de la mano en  nuestras tradiciones, no hay más que recordar la Romería del Rocío en las marismas de Huelva o la de la Virgen de la Cabeza en el Cabezo de Andujar (Jaén) en plena Sierra Morena, o la misma Semana Santa de Sevilla en la que el componente lúdico-festivo y el celo religioso se mezclan de manera indisoluble, hasta el punto de que uno no sabe dónde termina uno y dónde comienza el otro.

Podemos atisbar también en esta temeraria y desconcertante costumbre antiguas reminiscencias de aquellos enfrentamientos gremiales, tan comunes en los siglos XV y XVI, como es el reparto de pan y orujo por parte de la Hermandad de Jesús, un viejo recuerdo de aquel reparto de pan y vino a las gentes más menesterosas de la villa para aliviar su necesidad, de manera que lo que en su origen fuera una caridad ahora se ha convertido en un símbolo carente de significado y para muchos en algo incomprensible que puede confundirse y derivar en pura juerga y delirio.

Alguna vez quise imaginar cómo pudo suceder esto por primera vez, si respondió a una mera disputa gremial en la que se ponían en juego privilegios adquiridos por antigüedad o se debió a un enfrentamiento o disputa casual entre hortelanos y curtidores, por ejemplo, que derivó en una suerte de pequeña batalla campal contra las puertas de la cofradía controlada por el gremio más antiguo y con más privilegios; ¿Quién lo sabe? Estas son meras elucubraciones y conjeturas de curioso observador, una mera hipótesis de trabajo, pues del hecho en sí no nos ha llegado documentación escrita que explique la causa y la historia de tan extraño rito. Contemplado fríamente, con la rudeza y simplicidad que se nos presenta en las mañana del Viernes Santo,  no tiene ningún sentido, a un observador inexperto se le escapa su significado último. Y este tipo de ritos sabemos que están grabados en la memoria antropológica de los pueblos, cuyas tradiciones siempre responden a algo que una vez sucedió y quedó como uso ya para siempre: se pierde el origen, queda el rito. Quién sabe si éste de la ISA que con tanta fuerza ha llegado hasta nosotros no responde a las ansias reivindicativas de una agrupación menestral determinada, cuyos privilegios se veían una y otra vez menoscabados y protestaba contra las puertas de la cofradía dominante, queriendo echarlas abajo. Y en tal caso ¿llegaron entonces a echarlas abajo? ¿consiguieron entrar? Si no aparecen documentos que atestigüen alguna de estas hipótesis tendremos que considerar que lo que vemos es una mera diversión, un pasatiempo jocoso de jóvenes sueltos y desinhibidos que bajo los efectos de la euforia hacen algo que sus mayores hicieron sin detenerse a pensar en su significado último.

Hay también un poema, titulado “Remembranzas”,  que quisiera traer aquí pues retrata bien el ambiente del momento y el asombro de aquel chaval que comenzaba entonces a descubrir los misterios y los secretos de las tradiciones de su pueblo:

 

               Remembranzas

Por aquellos años Sahagún olía a puchero

y a cepas en la lumbre por las tardes.

El frío y las heladas en abril eran gloriosos;

el Crucero, el Chachachá o el Carina

servían temprano la necesaria dosis de orujo

a labradores y hortelanos taciturnos

que en silencio la tomaban con un trozo de pan

rescatado del bolso de la oscura pelliza.

 

Llegado el Viernes de Oficios era la parroquia,

San Lorenzo, el Centro de Acogida

del fervor y las plegarias del pueblo.

Las mujeres, de estricto luto y  severo velo,

acudían a los oficios acompañadas

de sus hijos impólutos y tristes.

La jerarquía y el orden social

se reflejaban en aquella vetusta iglesia,

tan olvidada entonces:

                                           Don Valentín,

el párroco, sentado cual canónigo en plaza

presidía oficios y ceremonias

desde su pequeña altura.

                                          A su lado el alcalde,

de pelo acharolado y mandíbula soberbia,

además de maestro, representaba el orden

con su vara en la mano y la insignia en la solapa.

Un predicador franciscano, de luenga barba

y gesto dramático, explicaba en el púlpito

el misterio de la Pasión.

                                         El pueblo escuchaba

atónito el implacable sermón del  misionero

que reverberaba en el silencio de las naves.

Los niños salíamos aturdidos

pensando en la traición, en los clavos y en la sangre

del Señor que se dejaba morir

por todos nosotros y aquello no podíamos

entenderlo.

                    Mirabas a tu madre y sin hablar

leía tu mensaje y susurraba:

“todo eso quiere decir que tienes que ser bueno”.

Y así era, pero habrían de pasar muchos años

para llegar a comprender aquellos misterios.

   [Y aprovechando que el poema habla de la parroquia de san Lorenzo quisiera recordar, y a modo de acotación en este discurso, la situación tan dramática por la que pasa nuestra iglesia que ya va para nueve siglos, otro tanto sucede con la capilla de Jesús Nazareno, ambas se resquebrajan con brechas significativas que de no poner pronto remedio convertirán estas joyas en escombros.]

Espoleado por la curiosidad quise saber cuándo había comenzado en esta villa algún remoto culto que se pareciera al de los oficios de Semana Santa. Sabía que, por fuerza,intra muros,  se tenía que celebrar la liturgia correspondiente a esos días tan señalados, mucho más en un monasterio de regla tan severa. También sabía que la iglesia de san Tirso se levantó entre 1180 y 1190 y que por lo tanto antes de esa fecha no pudo haber culto o, si lo llegó a haber, tuvo que ser provisional y con el permiso del Abad. Me entretuve en leer la Primera Crónica Anónima del Monasterio, escrita en torno a 1085, coetánea del Fuero de población de la villa, otorgado ese año por el Rey Alfonso VI, que, sin duda, es uno de los documentos de mayor interés en la historia de Sahagún.

Lo que fuera aquel lugar antes de 1085, lo describe el frailecillo anónimo con estas palabras en un romance que por aquel tiempo comenzaba ya a diferenciarse claramente del latín:

            “Ca fasta aquel tiempo ninguna habitación de moradores avía, sacando la morada de los Monges, é de la familia serviente á los usos e necesidades dellos. Eran otro si algunas raras casas de algunos nobles varones é matronas, los cuales en el tiempo de los ayunos assi de la cuaresma, como del aviento del Señor venían aquí á oyr oficios Divinos, de los quales gran turbación y enoxo se les seguia a los monges”.                                            

                                                   (Primera Crónica Anónima, cap. XII)

No creo necesario el trasvase al castellano actual, pero si lo fuera, vaya por delante:          

            “Pues hasta aquel tiempo no había ninguna casa de vecinos, exceptuando la morada de los monjes y de su familia que les servían en sus costumbres y necesidades. Había también algunas pocas casas de algunos nobles varones y matronas, que en el tiempo de los ayunos tanto en Cuaresma como en Adviento del Señor venían aquí a oír Oficios Divinos, lo que producía gran turbación y enfado a los monjes”.

Tengo para mí que esa debe ser la referencia escrita más temprana de lo que fueran los Oficios religiosos de Semana Santa por estas tierras. No resulta difícil imaginar a la comunidad religiosa con estos nobles y matronas advenedizos haciendo el Via Crucis procesional por el claustro del monasterio a la atardecida del Viernes Santo.

El enfado y enojo de los monjes estaba plenamente justificado pues esa presencia de nobles jóvenes viviendo con sus familias en los aledaños del Monasterio suponía un claro peligro para el poder jurisdiccional del Abad que, con la Carta Puebla o Fuero de Sahagún otorgado por el rey Alfonso llegaría a ser inmenso.

Hasta un siglo después, en torno a 1185, esos oficios no pasarían a celebrarse, con el permiso del Abad, en la próxima iglesia de san Tirso que por entonces se consagró como tal, después de que en torno al monasterio, y ante la llamada regia, se asentaran gentes venidas de todos los reinos y oficios.

Las crónicas, según tiremos de una u otra, atestiguan esta llamada que vino a suponer el Fuero de la Villa, verdadera Carta Puebla de 1085, que se convertiría en modelo para otras villas y lugares.  El Códice Manuscrito: 1519 de la Biblioteca Nacional, describe este poblamiento de manera escueta, pero es en  la Iª Crónica Anónima donde encontramos la referencia  más completa y descriptiva que a pesar del tópico o lugar común de su mención vamos a reproducir aquí pues se trata de uno de los pasajes fundacionales del primer romance hablado castellano que mayor encanto encierran:

            “Pues agora como el sobredicho rei ordenase e estableçiese que se fiçiese villa, ayuntaronse de todas las partes del universo burgueses de muchos e diversos ofiçios, conviene a saber: herreros, carpinteros, xastres, pelliteros, çapateros. E otrosí personas de diversas e estrañas provinçias e reinos, conviene a saber: gascones, bretones, alemanes, yngleses, borgoñones, normandos, tolosanos, provinçiales, lombardos, e muchos otros  negoçiadores de diversas naciones e estrannas lenguas. E así pobló e fiço la villa non pequenna.”  (Iª CAS, pp. 19-21)

Esta amalgama de razas, lenguas y costumbres asentándose en los terrenos lindantes al monasterio, fundando con ello el primitivo asentamiento y villa de Sahagún, tuvo que ser una particular Torre de Babel, deslumbrante hervidero de usos, lenguas y tradiciones; un activo universo urbano plenomedieval rico en intercambios y mercadurías que pronto enriquecería a sus pobladores.

Entre los siglos XII y XIV Sahagún llegó a contar con ocho iglesias parroquiales, a saber: San Tirso, San Lorenzo, Santiago, La Magdalena, Santa María La Nueva, Santa Cruz, San Martín y La Trinidad; tres Monasterios: San Benito, San Pedro, que dependía del anterior y San Francisco del que queda la recién rehabilitada capilla de La Peregrina; y tres Hospitales: el llamado Hospital Mayor del que sólo queda su huerta, conocida hoy como La Huerta del Hospital, mantenido y dependiente del Monasterio, el Hospital o Albergue de Peregrinos, en la Virgen del Puente y el Hospital de san Martín atendido por la Cofradía de esta iglesia.

Serán las cofradías las encargadas por mandado eclesiástico, a partir del siglo XIV, de organizar el procesionamiento de imágenes durante los días de Jueves y Viernes Santo.

Por esas fechas, existía en la villa una hermandad de cofrades bajo la advocación de Nuestra Señora del Puente, con sede en la Virgen del Puente, y otra, ya en el S. XV, bajo la de Santa María, con sede en Santa María la Nueva, ya extra muros, cerca de la judería. 

A principios del S. XVII surgiría la Cofradía de Jesús Nazareno, si bien son muchas las noticias y mandas testamentarias durante todo el siglo anterior, que bajo sus estatutos gobierna la organización y salida en procesión de los pasos durante la Semana Santa. De una labor meramente asistencial y social, característica de las hermandades medievales, de ofrecer pan y vino a los más necesitados de la villa, pasó, sin perder esa importante faceta, al mantenimiento y custodia del patrimonio artístico y cultural de la capilla y sus imágenes y a organizar su salida procesional en los distintos días de la Semana de Pasión.

En los últimos años es de destacar la labor revitalizadora de esta cofradía en lo tocante al estricto cumplimiento de los Estatutos y respeto a la tradición histórica en la salida  de los pasos, así como el papel principal que ha jugado en el mantenimiento y completa restauración de todo el conjunto. Hay que ser respetuoso con las tradiciones y también con el importante componente festivo de ellas, que lo tienen y en ocasiones muy marcado. Sin embargo, la fiesta nunca tiene que derivar en patéticas lamentaciones irreparables.

Quisiera traer aquí un poema en el que un niño recuerda los rigores de los oficios de antaño, con aquella gótica solemnidad que, más que respeto, infundían miedo y  desasosiego a los ojos asombrados de las criaturas y es que la Semana Santa, con sus ceremonias y ritos, no debe ser ni miedo ni juego, ni rigor ni alcohol; debería significar para el creyente una renovación y fortalecimiento de los pilares que sustentan su vida y su fe y para el que no lo es tanto, un periodo de reflexión y de invitación a la convivencia y a la tolerancia.

 

           Oficios de antaño

No recuerdo bien cuándo acudí por vez primera

a los Oficios de Semana Santa.

Me debió llevar mi madre

con cuatro o cinco años a la parroquia

de San Lorenzo que no estaba lejos de casa.

 

Entonces vivíamos en la Ronda,

la vieja Ronda del Ferrocarril

que por aquellos años ni era calle,

era tan sólo un camino de carros,

salida natural a tantas casas

labradoras, como también lo era,

en el otro costado del pueblo,

la de Fernando de Castro, entonces sin nombre,

hoy primorosa avenida que nada recuerda

los barrizales de aquellos inviernos,

ni la pequeña laguna a las puertas de atrás

del abuelo Tomás, donde abrevaban sus vacas.

El tiempo, por no perder su costumbre,

lo muda todo.

                          Pero iba diciendo

que fue de la mano de mi madre

como acudí a los primeros Oficios.

San Lorenzo entonces tenía coro

y un osco sotocoro de vieja sillería.

El pórtico de entrada estaba murado

y junto a las paredes dormitaban

viejos bancos desahuciados y cojos

en los que casi nadie se sentaba.

Imponía la severidad del cirio enceso

y el Sagrario abierto, cual casita desolada,

como si una mano misteriosa lo acabara

de profanar y hubiera huido con el botín.

Aquella especial escenografía

deslumbraba a los ojos del niño que a la vera

de su madre, quieto y sin parpadear,

trataba de entender su intrincada mecánica

cuyo misterioso lenguaje se le escapaba.

Buscaba en otros bancos la asombrada

complicidad de los amigos del barrio

formalitos todos, recién peinados,

con la ropa de los domingos y una seriedad

extraña en el rostro,

                                    nadie les daba

la explicación de lo que allí estaba sucediendo,

nadie sabía de aquellos rezos y ritos.

Con los ojos abiertos como platos callaban

sin entender nada.

                                Los Oficios resonaban

en la bóveda con un oscuro eco,

la dulce mecánica del rezo memorístico

ejercía un efecto asombroso en el ambiente.

Salíamos todos con un áspero quebranto

en la garganta y el alma llena de congojas

como si algo trascendental y por nuestra culpa

estuviera a punto de suceder.

En silencio volvíamos a casa

desandando despacio aquella ronda.

La voz de mi madre sonaba grave en la noche:

“Pon mucho cuidado en las roderas de los carros,

no te manches de barro los zapatos”.

Los faros del exprés de Madrid nos deslumbraban,

perdiéndose veloz entre las sombras.                        

 

Redundando en las viejas tradiciones y costumbres que los nuevos tiempos van dejando en el olvido, siempre me llamó poderosamente la atención el hecho, insólito para los ojos del chaval que entonces era, de que los pasos fueran llevados por braceros o porteadores de los diferentes gremios en que se agrupaba el tejido social de la villa, mucho más diversificada laboralmente que en la actualidad. Pude comprobar años después que eso pasaba en todas las ciudades con tradición procesional; en Sevilla aún hoy se escucha hablar de pasos como “el de los Negritos”, referido a la Hermandad de los Negritos, fundada antes de 1400 que era llevada por esclavos negros pertenecientes a las capas más bajas y despreciadas de la población. También el de “Las Cigarreras”, la Virgen del Baratillo y su estrecho vínculo con el mundo taurino o el de “Los Gitanos”.  Y en Málaga “El Cristo de la Legión”, portado con esa vigorosa y jovial marcialidad que hace vibrar al público. La sociedad medieval se estructuraba en gremios de mayor o menor raigambre económica. Dependiendo de su poder manufacturero e industrial así ocupaban una u otra escala en la sociedad estamental vigente.

El gremio de los labradores y hortelanos era, sin duda, el más numeroso y poderoso en Sahagún, sacaba El Nazareno, titular de la cofradía, conocido popularmente como “Jesús el Rico” para diferenciarlo del nazareno de la Cofradía de la Vera Cruz, al que el pueblo denominaba “Jesús el Pobre”, por su menguado tamaño y la menor calidad artística. Al ser el gremio más poderoso y pujante económicamente, no es de extrañar que llevara el paso titular de la cofradía. El gremio de los Carpinteros llevaba el paso de Jesús en el Gólgota, más conocido como  el “Majito barreno”, porque una de sus figuras, un pequeño carpintero, aparece en cuclillas barrenando la cruz donde iba a ser clavado el Salvador.

El Cristo crucificado, más conocido como “El Caballo de Longinos”, era llevado por el Gremio de los Pescadores, gremio que con el de los Carniceros y Panaderos constituían la base elemental del consumo diario del pueblo: el pan, la carne y el pescado.

El destacado gremio de los pastores, de ellos dependía la comercialización de la carne, la lana y las pieles, sin perder de vista el hecho de que una de las cañadas de la Mesta pasaba por Sahagún, llevaba el Descendimiento, el más grande y pesado de todos los pasos que procesionan en la villa.

El conjunto de Las tres Marías era portado hasta finales del S. XIX por los milicianos, jóvenes reclutados para la guerra, el servicio del Rey y la Patria. A partir de la Ley de Quintas fueron los Quintos de cada año los encargados de llevar el paso.

El Santo Entierro, la Soledad, la Cruz grande, las cruces cortas, el Cristo de los Entierros, el Paso de las banderas, la trompa y el bombo, son objeto de la tradicional subasta del Domingo de Pasión (mañana), el anterior al Domingo de Ramos, conocido en nuestro pueblo como Domingo de Tortillero, haciendo referencia a la romería que se hacía al campo a merendar tortilla y otros manjares que no fueran carne para respetar la Cuaresma, y son llevados por aquellos que hagan la puja más alta.

A estas alturas del pregón, y para no cansaros con datos que, muy probablemente, conocéis mejor que yo, quisiera dejar aquí un recuerdo, a modo de agradecido testimonio, de las calles y barrios donde las primeras luces y los primeros pasos fueron un deslumbramiento que nunca me ha abandonado. Quisiera entresacar de aquel tiempo que yace entre la niebla del recuerdo, una serie de retratos y figuras que bien pudieran ser figuras de Pasión de nuestra Semana Santa, seres de carne y hueso que vivían entre nosotros y nos pasaban desapercibidos.

En este recordatorio van a ir desfilando nombres y sobrenombres o apodos conocidos de todos o, al menos, por aquellos que tienen cierta edad. Espero y deseo que nadie se sienta ofendido, no es mi intención molestar a nadie, al fin y al cabo este pregonero es Ronquillo y lleva su apodo con cierta dignidad, sin saber de dónde viene ni qué miembro de sus antepasados fue el que inició la saga, ni si fue porque era ronco en su hablar o porque roncaba en su dormir. Al fin y al cabo todo apodo viene a ser un distintivo familiar y se lleva como los ojos claros o el pelo rubio; los apodos son  meras insignias o blasones heredados sin ningún merecimiento para ello.

Yo nací en una casa labradora de la Ronda del Ferrocarril que hoy ya no existe.  La piqueta la redujo a solar donde hasta hace poco crecían cardos y copulaban los gatos. Nadie recuerda nada de aquella casa que para un niño era lo más parecido al Paraíso. Recuerdo bien dónde estaba el viejo y cansado portón de entrada y el bocarón del pajar desde donde mi hermano Santi y yo veíamos pasar los trenes a la atardecida; hoy se levantan allí dos casas que bajan hasta la calle del Arco, dos casas que nada tienen que ver con la historia y la vida que allí hubo.

Al lado vivía la señora Paula, la Titona; vestía toca negra y unos sayones oscuros que le llegaban hasta los tobillos. Su expresión semejaba la de una callada Dolorosa que salía a diario a esperar a Vicente, su hijo, que a la atardecida aparecía por lo alto de la Ronda con el rebaño de ovejas envuelto en nubes de polvo. La imagen de esa  mujer era la viva expresión de la bondad resignada, del destino asumido sin lamentos; siempre me pareció la viva imagen de la madre sola que en su desolación espera el encuentro con el hijo que viene o quizá no,  igual que el encuentro de la Soledad con Jesús el Domingo de Resurrección en nuestra plaza. El recuerdo de su pequeña figura en el portón trasero de su casa, esperando siempre, me ha acompañado y me ha servido de consuelo, como una pequeña candela que con su breve llama ilumina tu entorno y te calienta el alma. Son esas insignificantes figuras que pasan desapercibidas para el común y que por sí solas, con su bondad, sostienen los pilares del mundo sin ellas saberlo.

Mis primeros contactos y visiones de la Semana Santa fueron desde allí, desde el tramo final de esa ronda, tan próxima a san Lorenzo: oficios, procesiones, penitentes o nazarenos, todo aparecía ante los ojos de aquel niño como un grandioso teatro de tintes trágicos y mucho miedo. Recuerdo un Sermón de las Siete Palabras, un Viernes Santo por la tarde, que se me quedó grabado para siempre. Entonces se hacía el desclavamiento de Cristo dirigido por el orador que daba el Sermón, generalmente un fraile, y aquel grito trágico y desgarrador desde el púlpito de “Desclavadle la mano derecha”, realizado con un exagerado acompañamiento gestual, dejaba atónito y acongojado al niño que al contemplar que el brazo de Cristo iba descendiendo hasta su costado, se acogía al amparo protector de su madre pensando que aquello era poco menos que una visión milagrosa que escapaba a su imaginación.

Cuando apenas tenía cinco años, dejamos aquella casa de la que recuerdo todos sus rincones, y eran muchos, con una nitidez que desborda la corta edad que entonces tenía. Sabemos que nuestro patrimonio sentimental se va conformando con aquellas personas y lugares que en su día significaron algo para nosotros y a él acudimos y dirigimos los afectos cuando lo necesitamos. Nos mudamos a la nueva casa que mi padre había levantado en el solar de la de los abuelos en el Barrio de la Estación. Esa sería la casa definitiva, a la que siempre vuelvo y la que me cobija cuando vengo.

Desde el Bar Crucero hasta el de la Flor de Galicia o la casa de la señora Daniela, conocida por la señora Gitana, que hacía esquina, y desde los portones del destartalado local de Pablo, el Chatarrero, hasta la Fonda de Belibú, ese fue el verdadero territorio de mi infancia, donde la vida quiso que diera los primeros pasos y que aprendiera las elementales normas para andar y moverme por el mundo. Esa calle y la Plazuela de San Martín, fueron nuestra particular escuela de aprendizaje, nuestra reválida hacia la juventud que, todavía lejana, esperaba en una esquina.

En aquella plazuela hubo en tiempos antiguos una iglesia, la de San Martín, construida extra muros y un hospital a ella anejo atendido por su cofradía, no lejos de la muralla que por allí cerraba el pueblo por el sureste. Cercano estaba  el Portón de Nuestra Señora, también llamado de la Trinidad por su proximidad a esta iglesia, una de las tres puertas de entrada a la Villa y la de mayor entidad arquitectónica, descrita por viajeros y cronistas hasta bien entrado el dieciocho; el Portón de San Sebastián al que antes nos referimos y el Portón de San Pedro que salía hacia el camino de San Pedro, al lado del convento de las Benedictinas, eran los otros dos; había otros cuatro portillos menores  de uso más doméstico, laborable y peatonal.

Allí tenían su tienda Las Hospicianas, la Nicasia que con sus 104 años es hoy una referencia viva de aquellos duros  tiempos, y su hermana Priscila, bondadosa y ausente. Era la suya  una tienda legendaria de ultramarinos, frutas y legumbres que sería la tienda por antonomasia de nuestra niñez, aquellasTiendas de color canela de que nos hablara Bruno Schulz en su inolvidable novela homónima recordando su infancia en Drogóbich, ciudad fronteriza del viejo Imperio Austrohúngaro, hoy integrada en Polonia.

Aquella plaza, con su fuente en el centro, era el lugar de encuentros y juegos de toda la chavalería del barrio. Allí dejaban su carro de varas los Pinilla, Eloy y Antonio, y allí encerraba su rebaño Félix que estaba casado con la Petra, la Cantuda, y encerraba en el corral de Ignacio y la Beba, prima carnal de mi padre y abuela de Carmelo Gómez. Miguel, el Palomito, encerraba en el corral de mi padre que estaba, y está, al lado de la casa de Nina, la Pulga; era un espectáculo ver a los dos rebaños encerrarse en los corrales a la puesta del sol. Vivían también en san Martín Emeterio, el Raposo, y su mujer Julia que nos dejó el verano pasado; Antonio y la Chana que aún vive; la Nina con su madre con aquel moño tan negro y repeinado que siempre lucía, y su marido Paco que se fue en octubre; Nicanor y la Finucha, con sus hijos María José, Cocó y Gil Rubén; Federico y la Áurea con los suyos, Carlos y Belén que además eran y son primos y Narciso con su familia, sus cuatro hijos, que abrió un taller en la Plaza de Toros; la Mina y Quico, el Pedrón, con sus hijos, Paco, Maruja, Alejandro y la Maxi, eran nuestros vecinos y tenían un huerto que a mi se me antojaba hermosísimo a juzgar por los productos que siempre vendían en la puerta... Hay un poema que escribí la primavera pasada, titulado precisamente “Plazuela de San Martín”, que quisiera leeros pues creo que retrata bien lo que supuso aquella plaza para una generación valiente que quería comerse el mundo.

Plazuela de san Martín

(Juegos de primavera)

                                  Solíamos jugar en la Plazuela

de san Martín después de la merienda.

Cuando la primavera se acercaba

la plaza se oreaba y las acacias

comenzaban a dar signos de vida.

Esta era la señal de nuestros juegos;

cogíamos el pincho, las canicas,

el aro o las “piucas” y sin más

salíamos a aquella plazoleta

donde nos convocábamos a diario:

Carlitos, el de la Áurea, Abelín,

el Gallego, Miguel, el Palomito,

Paquito, el Maletero, Florentino,

el del Primer Obrero, José Luis

o Maxi  de Narciso…,

                                        todo el barrio

de la Estación estaba allí dispuesto

a demostrar sus últimas hazañas

o a dejarse la vida en el intento.

Surgían cada poco los alardes

y las bravuconadas de los fuertes

que quedaban en gritos y porfías

perdidos en el eco de la plaza.

Salían los vecinos a los quicios

de las puertas calmando las bravatas

con su presencia sola, autoritaria.

¡Amigos de unos años que os perdisteis

por plazas y caminos de esos mundos

y nunca más volvimos a encontrarnos

en aquella plazuela en primavera!

La noche iba cayendo sin apenas

darnos cuenta, al final alguien decía:

“¡mañana nos veremos,

                                       ya es de noche!”

 

 

Al lado del corral donde encerraba Miguel, el Palomito, vivía la señora Ana y Francisco su marido que era hermano de mi abuela Eusebia, la Morena, a la que no llegué a conocer. La señora Ana como la señora Paula, la Titona, era una imagen de otra época, como si se hubiera quedado en un tiempo que ya no le correspondía: enjuta, sigilosa, pequeña, vestía a la antigua usanza con una camisa oscura, un pico cruzado y recogido en el corpiño y una falda tupida y sus enaguas hasta los tobillos, todo ello componía una imagen que nos hacía recordar las pinturas de Solana o las fotos de La España oculta de Cristina García-Rodero o las de José Ortiz Echagüe. Venía a ser un anacronismo sociológico, otra imagen viviente y silenciosa de una Semana Santa cotidiana que teníamos a la puerta de casa y veíamos caminar por el barrio con aires de otra época; era una Dolorosa vestida de  un luto permanente y nimbada de un silencio  y de una paz extrañas. Uno nunca alcanzó a saber las penas y dolores que atribulaban su corazón, sólo recuerdo que cuando alguna vez iba a su casa a dar alguna razón, desde el pasillo me decía: “Pasa, Pepín, hijo, ¿qué te trae por aquí? Y una sonrisa entrañable le iluminaba el rostro encerrado en aquel pañuelo negro que anudaba en la sotabarba. Tenían cuatro hijos de los que aún, que yo sepa, viven dos: Antonio y Rufina. Su corral daba, como el nuestro, a la ronda trasera y era frecuente verla como una sombra dócil dando de comer a las gallinas, desde el corral de las ovejas de Miguel que estaba al lado.

Era, efectivamente, una Dolorosa andante; su presencia irradiaba una paz aquilatada en años de silencio interminables y una bondad fuera de toda duda.

Un poco más arriba, frente a mis abuelos Tomás y Rufina, vivía el señor Fortuna y la Brígida, su mujer, con una larga prole: Pablo, Fortuna, Valentín, Tere, Milagros y puede que deje alguno en el olvido; gente honrada a carta cabal, trabajadora y buena como el pan. Al señor Fortuna le tenían sus hijas y mujer más cuidado que a un san Luis e iba los domingos al café con su terno de hilo oscuro y sus brillantes botines componiendo una figura fina, discreta y elegante. Era muy gracioso y dicharachero a la hora de contar historias sentado a la puerta de casa en las calurosas noches de verano, aquellas noches en que todo el barrio se sentaba a la puerta a tomar el fresco y departir con los vecinos. Pero, aparte de su bondad y bonhomía naturales, quizá lo que más distinguía al señor Fortuna era su predisposición para ayudar siempre en lo que fuera y a quien fuera. Venía a ser un José de Arimatea discreto y bonachón que prestaba sus manos con valentía y generosidad para cualquier empresa que se le requiriera. Siempre pensé que su aparente seriedad sólo era una máscara que se vestía para engañar a la vida y despistar a vecinos y conocidos; en el fondo era un cachondo amable y simpático apegado a la vida y a sus querencias. Se fue pronto, pero siempre recuerdo la sonrisa de aquel rostro limpio y transparente, cuando me lo cruzaba en san Martín o a la puerta de su casa, y las amables palabras que siempre me dedicaba. Al cabo de los años ha venido a ser una de esas imágenes de bondad y silencio que poblaron mi niñez y adolescencia enriqueciendo y acariciando tu alma para los rigores que habrían de venir.

La señora Ventura vivía en la esquina de san Martín, frente por frente de la Beba que ocupaba la otra esquina . Con ella vivían su hija Teodora, conocida por la Teodorina, y  Belén, su nieta. Su casa era oscura y su figura componía un retrato de aires cíngaros salido de la Celestina. Vivía de su trabajo en casas que se lo requerían y en los veranos formaba parte de las cuadrillas de obreras que de madrugada iban a arrancar garbanzos y lentejas, para ganar un jornal, con las hoces en las manos, componiendo un cuadro singular por tierras y caminos que hoy ya no podemos ver.  Llevaba siempre una cesta en el brazo donde cargaba lo que le daban en las casas donde trabajaba sirviendo. Su aspecto diferente  llamaba poderosamente la atención. Era cariñosa y amable con la chavalería del barrio y siempre tenía palabras dulces para nosotros. Trabajó mucho para la señora Josefina, la Carriona, y para su hija, la Finucha, que con Nicanor, su marido, regentaron la cantina de la estación hasta su cierre. La veía entrar y salir por el portal de las Hospicianas, dibujando una imagen de época, étnica diríamos hoy, tan llamativa y singular que a los ojos de un muchacho parecía la figura de una Magdalena rediviva, tan asocial y olvidada del mundo, pero que fue la única que en su largo y lacerante recorrido tuvo los suficientes redaños para acercarse a Cristo y enjugarle su desfigurado y doloroso  rostro con un humilde paño que quizá se rasgara de sus enaguas. Aquella abandonada figura tenía un halo especial, o, al menos, esa era la sensación que a mí me producía, que la singularizaba; era evidente que su vestimenta suponía una nota diferencial respecto al resto de los vecinos, pero algo muy sutil le hacía diferente, algo que sólo se mostraba  a los ojos que acertaban a verlo. Sí, era una María Magdalena bondadosa que iba de su casa a sus asuntos sin molestar a nadie. Componía la imagen pintoresca de aquel barrio, como surgida de una estampa del más puro Sacromonte granadino.

Pilar y Fortunato, el químico de la bodega, aquella industriosa Fábrica de Vinos y Alcoholes Sahagún y Alonso, S.L. que devino en lo que hoy es, vivían frente a las Garrigonas, la Máxima y su hermana Aurora, madre ésta  de Poli y Roberto que durante tantos años mantuvieron el Garaje Garrigó, una institución en el barrio.

 Fortunato y Pilar formaban una pareja victoriana, modosa y apartada, que poco o nada tenía en común con el espíritu y costumbres del barrio. Su casa tenía algún vislumbre de Art Dèco en puertas y vidrieras interiores, y un jardincito recoleto en el patio que don Fortunato cultivaba con esmero y con manguitos cuando sus labores fabriles se lo permitían. Muchos años después, cuando se cerró la fábrica, debieron irse a Madrid con algún pariente y en la casa se instaló don Ulpiano, el médico. Pero si traigo aquí a estos personajes de mi adolescencia es por el enorme contraste que su presencia suponía para el barrio: era una pareja distinta, no encajaba en la tipología menestral y labradora dominante. Ellos tenían a gala exhibir esa diferencia y así, como diferentes, eran tenidos y respetados. Recuerdo que me hice amigo de Lopito, un sobrino suyo que venía a pasar los veranos con ellos. Nos traía los aires y novedades de Madrid que para unos rústicos como nosotros, todavía sin desbastar, eran muchas y a veces desmesuradas. ¡Qué habrá sido de Lopito!

Don Fortunato y Pilar formaban un matrimonio ejemplar en lo tocante a los preceptos religiosos y, sobre todo en Cuaresma, era de ver cómo salían de su casa a la hora del sermón o de las procesiones: componían el vivo retrato del matrimonio burgués del Madrid castizo y galdosiano del diecinueve. Nada en ellos desdecía la armonía del conjunto y éste en su elegante sobriedad era insuperable: lucía ella velo corto, calado y con graciosos bodoques diminutos, sujeto en la nuca con un broche de carey; traje chaqueta de hilo ceñido y un sobretodo de tweed un poquito más corto que la falda, con grandes botones y un broche malva en la solapa, rematado todo por una media pierna vestida de fina media negra con costura y un zapato liso de medio tacón. Él, delgado y un punto más bajo que ella, lucía zapatos y polainas brillantes como espejos, el terno de oscuro y fino paño a rayas discretas lo llevaba con natural elegancia; abrigo, guantes de cabritilla y pajarita de seda negra completaban una figura impecable que al lado de su mujer caminaban cadenciosos hasta llegar a la parroquia. Muchas veces he llegado a pensar que para ellos vivir entre nosotros, en ese barrio de la Estación, debió suponer un duro ejercicio de humildad y adaptación diarias, cuando no una tortura. Salía Pilar a la puerta por las mañanas para estrenar la calle, aquella imagen de severa nurse de internado británico, a pesar de los años, la recuerdo con nitidez y con cariño.

La familia de los Pinilla vivía frente por frente de los Búfalos, al lado del señor Fortuna y de Paula y Francisco, el Maletero (¿O era al lado de Pilar y Miguel, el Palomito?). Su casa era un recinto humilde terminado en un pequeño corral que daba a la vía. Eloy, Antonio, Josefa, su hijo Jose y Juliana componían el grueso de la familia.

 Eloy y Antonio eran hombres de cofradía y se vestían todos los años al llegar la Semana Santa. Alguna vez ví a Eloy llevar la Santa Cruz en estación de penitencia con los pies descalzos, detalle que a los chavales nos llamaba poderosamente la atención. Creíamos, inocentes, que esas cosas eran de grandes pecadores que se arrepentían de sus muchas culpas. En algunos tramos del camino tenía los pies entumecidos y el aspecto de mucho sufrimiento: “Purgo los muchos pecados cometidos”, decía después, con aquella voz áspera y aguardentosa que siempre tuvo. Sin embargo, a la semana siguiente, se le veía junto a su hermano Antonio enganchar el carro en san Martín, con aquel caballo bayo percherón y una mula mansa, como si de un hombre nuevo se tratara; animoso, jovial y campechano.

 Pero recuerdo un año en que hacía de Cireneo, ayudando con un gancho al portacruces; iba también descalzo y no sé por qué me parecía que esa faceta  menesterosa era la más adecuada y conveniente a su carácter y a sus maneras. De Simón de Cirene si apenas se dice nada en los Evangelios, sólo que tenía dos hijos, Alejandro y Rufo, y “que venía del campo”, nada más sabemos, pero sí lo más importante: que ayudó a Jesús a llevar sobre sus hombros el insoportable peso del mundo y a vislumbrar lo que eso suponía, un privilegio en toda regla. Sospecho que algo parecido a ese privilegio era lo que el bueno de Eloy debía experimentar al enganchar con el humilde badil el extremo de la Cruz en su largo recorrido. Esos vislumbres debían ser el consuelo que saciaba la sed y limpiaba el alma del torturado Eloy; ese privilegio sólo se le concede a los ingenuos (con el sentido de candorosos e inocentes o sin doblez) y a los limpios de corazón y Eloy, sin duda, lo era.

Podría hablar de otros personajes y figuras que pululaban por aquel barrio de la memoria, barrio que se fue

quedando mudo y sin música conforme los hijos se fueron marchando y cerrando sus casas. Figuras como Pablo el Chatarrero, aquel sabio pitagórico y agnóstico que sólo creía en las matemáticas y en la geometría, torturándonos con aquel viejo problema fabulado que repetía incansablemente a modo de cantilena, acompañado de abundantes gestos declamatorios mirando hacia el cielo:

 

¡Adiós bando de cien palomas!

Con éstas,

otras tantas como éstas,

la mitad de éstas,

la cuarta parte de éstas

y usted señor gavilán,

cien palomas van.

 

“A ver quién me resuelve esa ecuación”, repetía con pícara sonrisa.

O el Bar Crucero, con el paciente don Claudio, su dueño, marido de la señora Daniela, la señora Gitana, que  fue una permanente escuela de sociología popular; allí vimos la primera televisión del barrio y aquellas barras de hielo que traía Docio, con un saco al hombro, para enfriar las bebidas. Carlines echaba serrín por las mañanas a lo largo de la barra y Chequelo o la Emilia vendían gaseosas y garrafas de cuartillo de vino a los chiguitos.

Y qué decir del taller carpintero de Paco, el Gallego, al que acudía como si fuera la trastienda de mi casa a jugar con Abelín, su hijo pequeño, en la era de Moisés que estaba enfrente, donde ahora se levanta la torre de telefónica. Aquel viejo taller era la vida, estaba todo lleno de virutas y la sierra mecánica rasgaba la mañana desde bien temprano; en las manos de Paco los tablones de roble o de nogal tomaban formas caprichosas  que después componían mesas, sillas, puertas y ventanas convenientemente ensamblados; todo el portaje y mobiliario de nuestra casa salió de las manos de aquel admirable y laborioso carpintero. Era aquella una familia musical que merecería un minucioso relato independiente.

La panadería de Juanito y de la Mena era la vieja panadería dikensiana del barrio. Muy de mañana toda la calle olía a pan recién horneado y por las tardes, iban las madres a hacer mariquitas, galletas de hierro o amarguillos. Y por san Juan o Navidad los asados de lechazo en grandes cazuelas de barro eran portentosos. Aquella destartalada panadería llenó de aromas nuestra niñez.

La Fonda de Belibú, al final de la calle, en cuya acera solíamos jugar a los chapetes hasta la llegada de la noche y veíamos entrar como fantasmas errantes a viajantes y corredores de comercio con sus pesados muestrarios y sus infatigables gabardinas; nos quedábamos mirándolos con asombro porque nos parecían gente de mucho mundo y misterio. Cuando el roble centenario que se erguía al costado de la casa del Primer Obrero de la estación, recortaba su silueta en la atardecida y las calderas de Pedro Botero semejaban dos fantasmas gigantes, nos retirábamos a nuestras casas.

Otra figura singular era la de Francisco, el Maletero, acudiendo sigiloso con su fiel carretón al Mixto, el Rápido o al Shangay  para bajar, diligente,  bultos y paquetes a los comercios de la plaza. O la de Ángel, discreto y laborioso carbonero que recorría las calles con su carro lento y su mula triste, pregonando su menesterosa mercancía…

Seguiría enumerando gentes y negocios que llenaban de vida nuestra calle y que para nosotros se convertiría en la calle de la memoria, auténtica escuela de la vida.

Para cerrar este repaso sobre la Semana Santa que es lo que nos ha traído aquí, recuerdo una vez que extrañado de que las procesiones y los pasos no pasaran por nuestra calle y tuviéramos que acudir a san Juan para verlos, donde entonces y ante sus puertas hacía estación de penitencia el Nazareno, o a la Trinidad donde ante sus gradas la hacía el Magito Barreno que creo entraba incluso en la iglesia, le pregunté a mi madre: “Mama ¿por qué por nuestra calle, siendo tan larga y principal, no pasan las procesiones ni los pasos? A lo que mi madre me contestó: “No lo sé, hijo, siempre ha sido así”.

Y así, pasito a pasito, hemos llegado al final de este pregón. Mi intención ha sido ofreceros estas reflexiones y recuerdos por si os pudieran servir y acompañar al lado de los vuestros.

No quisiera despedirme sin traer aquí a nuestros mayores; padres y abuelos que también se emocionaron ante los mismos pasos que vamos a ver dentro de una semana, que asistieron a los Oficios y que, en definitiva, fueron culpables de que hoy nosotros estemos aquí congregados. Para ellos este recuerdo y este poema con el que cierro el pregón.

      

     Oficios

Estos muros antiguos, fatigados

por los siglos,

                        encierran la memoria

de los sueños que forjaron gentes

nobles, labradores, menestrales

cuya sangre, pródiga en sementeras

y majuelos, misteriosamente

ha recorrido las arenas de los tiempos

para llegar hasta nosotros.

                                            Fueron

necesarias muchas mieses y cierzos,

mantos de amapolas en los trigales

de junio y en las eras cenicientas

parvas y paciente ganado pateando

las trillas,

                 polvorientos rebaños

apurando las pajas ambarinas

del verano y los carros sonámbulos

con sus armazones recorriendo

madrugadas y caminos en traílla…

 

Aquí dejaban todos sus fatigas

en días de dolor previos a la Pascua.

Entre estos yertos muros centenarios

cumplían los Oficios preceptivos,

aquí nosotros hoy dejamos nuestra

lucha sin saber que aquellos pasos,

toscos,

             tiernos,

                            indecisos, precedieron

a los nuestros, marcaron el camino

que había de traernos como un rito

al mismo lugar que ellos ocuparon,

asistiendo también a los Oficios

que nos narran el misterio de la vida

y el enigma callado de la muerte.

 

Esto es todo lo que tenía que contaros; gracias por vuestra compañía y por haberme escuchado.

José Luna Borge

 

 

 

                                                                 

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